miércoles, 2 de septiembre de 2020

N -4. Reflexión sobre la pandemia del coronavirus y la enfermedad COVID19.

 El lunes pasado, 31 de agosto de 2020, mi paseo matutino me llevó a embocar la calle Apolonio Morales desde la Plaza Madre Molas, y al vislumbrar el cruce con el Paseo de La Habana vi, de nuevo, al mendigo que en el mes de julio, cuando nos dejaron pasear libremente sin limitaciones de tiempo ni de distancias, no estaba en el sitio que ocupa desde hace varios años; en verano, en la acera de la derecha, a la sobre de unos árboles, y en invierno en la de la izquierda, al sol. Era la misma persona, y el saludo que el conserje del portal cercano le dedicó me lo confirmó.

Al acercarme, comprobé que había aumentado sus enseres; una silla de jardín, sin brazos, y un sillón de jardín de plástico, de los que se fabrican de un pistoletazo; una alfombra enrollada y colocada sobre un carro de supermercado. La ropa que vestía me pareció menos ajada que la que guardaba en mi memoria; la novedad era un sombrero de paja algo destartalado.

Sentí una gran alegría, porque su ausencia en julio pasado presagió su  muerte por la COVID 19, cómo no. Nunca he hablado con él, ni le he saludado. Pero es una persona que está presente en mis paseos, aunque discurran por otros derroteros. Ha elegido un puesto de mendicante por el que pasamos muy poca gente, y me intriga su elección, porque en menos de un kilómetro a la redonda puede encontrar otros puestos con más concurrencia de personas. Sus intereses tendrá.

Me encantaría decidirme a hablar con él y que me contara qué piensa o cree sobre un montón de asuntos. Aparentemente tiene todo el día para elucubrar esquemas de comprensión; bueno, ¿todo el día?, no lo sé; a lo mejor tiene horario de trabajo, al igual que su colega de profesión que se aposta a la puerta de un supermercado cerca de casa hacia las 10:30 y termina su jornada antes de las 14:00; viene en metro a trabajar. Lo sé porque en un viaje de metro hacia la estación de Atocha, le vi en una estación de la línea 1, desde la que puede empalmar con la linea 10 que le deja a quinientos metros de su puesto de trabajo. 

Sabemos que tener trabajo hoy es un premio, y si está justamente pagado, es un premio gordo. No consideramos que pedir limosna sea un trabajo; es más, muchos creemos que es una las vergüenzas de la sociedad, el último escalón de la desigualdad.

Addenda (07/10/2020). Ser mendigo es el penúltimo escalón de la desigualdad. El último es morir de hambre.     

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