jueves, 10 de octubre de 2019

Coda para el vigésimo sexto...amanecer


Acabo de leer las líneas que transcribo:

"...porque habíamos depositado una fe excesiva en la forma teleológica de la historia y en la flecha del progreso humano para contemplar la posibilidad de que el arco histórico tendiese hacia otra cosa que no fuera la justicia ambiental."

(David Wallace-Wells, El planeta inhóspito, Debate, Barcelona, 2019. Pág. 21)

sábado, 5 de octubre de 2019

SEGUNDA ÉPOCA (28). Tercer amanecer.


Hace muchos años, cuando  para visitar la Alhambra de Granada no había que adquirir entrada previamente, ni hacer cola para entrar, fuimos mi mujer y yo. En el pequeño grupo al que nos incorporamos para efectuar la visita, todos llevábamos cámara fotográfica; era ya la época de las cámaras de vídeo, superada la cámara de super 8, y un adusto adulto desde la entrada iba andando con el ojo pegado al visor de la cámara. 

Durante toda la visita no despegó el ojo del visor, consecuentemente su ojo, uno solo,  visitó la Alhambra casi en miniatura, a través de  su  ojo (perdiendo la visión binocular). Es evidente que se llevó a casa unas dos horas de grabación para verla en el receptor de TV. Las primeras semanas vio el vídeo varias veces, satisfecho de las imágenes, totalmente originales y en color, que había conseguido  captar. 

A cambio se perdió para siempre el placer de ver con sus propios ojos la espléndida realidad que cada  persona de las del grupo nos llevamos en nuestra memoria, mientras un guía con abrigo azul marino con botones y charreteras doradas, reproducía de corrido y monocorde un texto memorizado, con el que pretendía ilustrarnos sobre lo que estábamos viendo. 

Durante el recorrido, casi detrás del hombre pegado a una cámara de vídeo, sufrí lástima por él. Porque en su exhibición de "camarógrafo" se dejó a la entrada todo entero el  disfrute estético e histórico. Con mis dos ojos a la luz del sol, pude captar la realidad, e incluso imaginarme, casi soñando,  la vida diaria en  los salones y jardines.

Casi diariamente paso por delante de la fachada oeste del estadio de fútbol del Real Madrid. (Dicen que el museo de este club de fútbol, es el museo con más visitas de todos los de la cuidad de Madrid). Lo primero que hacen todos los visitantes con los que me cruzo en la calle es sacar (bueno lo llevan  ya en la mano) el móvil y hacer fotos de una mole de cemento para guardar en la nube lo que fue este estadio, que ya ha comenzado las obras de remodelación para llegar a ser, según predice el Presidente del club, el mejor y más moderno estadio de fútbol del mundo. A continuación, antes de acercarse a la taquilla para adquirir el "boleto" de entrada, disponen a su mujer, novia o acompañante, siendo éstas guapas, feas, gordas, flacas, entre la mole de cemento y la cámara de su móvil; disparan sin cesar captando las diferentes poses que la, por unos minutos, modelo que resultará, en la foto, pegada a una mole de cemento. Pero no basta con todo esto; el tercer acto es  sacar el palo para hacer selfies y, ya junta la pareja en unos abrazos esperpénticos, disparar otras veinte fotos. Pocos de estos visitantes diarios se paran a distancia para percibir la impresión emotiva que deben vivir esos aficionados al fútbol, sean o no del Real Madrid al ver la mole de cemento de la fachada oeste del Estadio.

Recuerdo, pero no añoro, aquellos años con cámara de fotos y carrete de 36 fotos. Hacer una foto exigía elegir el sitio, la posición para recoger el máximo de luz sin llegar a ponerse contra el sol, encuadrar, corregir distancia varias veces,  recordar a la, el o los/las posantes que iba a disparar la foto. De esa época guardo álbumes de fotos ordenadas.Comparo, en mi memoria, los miles de fotos que mi mujer tiene en la nube, porque además de las que ella hace, yo le paso las que hago, para borrarlas de mi móvil tras el acto del traspaso.

Cuando veo álbumes de fotos pegadas tras el papel de celofán, reconozco el lugar, a la o las personas de la foto, la fecha aproximada, y más. Todo ello sentado en mi sillón. No sé sentarme en el sillón para ver cientos de fotos de una sola jornada (Navidad, por ejemplo), muchas de ellas repetidas, porque mi mujer recopila las suyas, las mías, las de los hijos y las nueras, y, dentro de pocos años, las de los nietos. Yo hago pocas fotos, tantas o menos que cuando iba de "camarógrafo"; prefiero disfrutar, saborear el momento, poder mirar durante una rato las caras de mis hijos (sigo con Navidad), de mis nietos y de mis nueras; esas miradas sostenidas, ignorando las personas que están siendo miradas, no vistas en el móvil, son imágenes sin fecha y sin hora guardadas, algunas de ellas, no todas, en mi memoria y,  a lo largo y ancho de mi cerebro, quedan, desordenados, los sentimientos que esas miradas hacen nacer en todo mi ser.

(Post scriptum. A Carmen, mi mujer la miro y admiro todos los días desde hace cuarenta y siete años).