jueves, 24 de septiembre de 2020

N -5. Reflexión sobre la pandemia del coronavirus y la enfermedad COVID19.

La COVID 19 me -ignoro si llega a ser "nos"-  ha cambiado la vida; con más precisión, ha trastocado los modos y ritmos de mi vida diaria, semanal, mensual y anual. Es verdad que esos giros y cambios han ocurrido casi subrepticiamente, se han colado en mi vida casi de rondón. Hay que recodar cómo vivía hasta el 8 de marzo de 2020, y como lo hago ahora.

Todos esos cambios han sido, en gran parte, asumidos sin opción, porque hay que defenderse del coronavirus y de la enfermedad que induce. El principal cambio es éste que acabo de enunciar: defenderse. 

Hace unos cuantos años para salir de casa, además de vestirme, no podía olvidar las llaves de casa, la cajetilla de tabaco y el mechero. Hace ya muchos   años que no necesitaba el tabaco y el mechero. Hoy no puedo olvidarme de la mascarilla y del gel hidroalcohólico. Solo uso dos tipos de mascarillas; la KN95, que dentro de unos días quedará prohibida en la UE y sustituida por la FFP2, si tengo previsto entrar en supermercado, en el mercado o en otras tiendas, y la quirúrgica si estoy seguro de que solo salgo a hacer marcha para mantener la masa muscular.

La marcha matinal ha cambiado. Para empezar busco recorridos en los que haya poca densidad de población en las aceras. También vigilo no ir detrás, relativamente cerca, de una o unas personas, huyendo de los restos de saliva que puedan ir dejando en el aire. Lo que antes de esta pandemia era un agradable acto de recreo, hoy entra en el paquete de defensa frente al virus.

Antes de  la pandemia para ir a tomar unas cañas con amigos, salir a cenar con ellos, ir al cine con mi mujer, la misma marcha matinal, ir tranquilamente al mercado o al supermercado, no requería precauciones, salvo llevar dinero y las llaves de casa.

Muchas tardes, casi todas, de la semana, las dedicaba a leer, pero tenía abierta la posibilidad de muchas alternativas igualmente culturales y satisfactorias, y optar por estas segundas requería solo adquirir las localidades. Desde el 9 de marzo de 2020 solo me queda la lectura y la música.

Mi mujer y yo hemos disfrutado de un mes de veraneo en dos sitios distintos. La solución en ambos: crear una burbuja. En Jávea hemos sido ocho personas convivientes, en tres chalets, y nos lo hemos pasado muy bien, pero dentro de la burbuja. En Almería la burbuja incluía mi hijo pequeño, su mujer y sus dos hijos; y, por si acaso, todavía hemos ido un poco más allá, y hemos dormido en un apartamento, y no en el chalet de mi hijo.

Al desgaire. Hemos abandonado, e ignoro si está bien, la obsesión de lavar con lavandina cualquier objeto que entraba en casa. También nos hemos olvidado de restregar con lejía las superficies de la cocina y de cualquier sitio de la casa. Las superficies ya no están infectadas, digo. Lo recuerdo para cuestionar los vaivenes, aunque no los discuto; han hecho lo que han podido.

Al desgaire.  Creo, o me parece, que en España están jugando, trasteando dicen los taurinos, con decisiones poco molestas, a la espera de las vacunas. Y pretenden que entremos al trapo, cuando todos podemos ver, oír y leer.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

N -4. Reflexión sobre la pandemia del coronavirus y la enfermedad COVID19.

 El lunes pasado, 31 de agosto de 2020, mi paseo matutino me llevó a embocar la calle Apolonio Morales desde la Plaza Madre Molas, y al vislumbrar el cruce con el Paseo de La Habana vi, de nuevo, al mendigo que en el mes de julio, cuando nos dejaron pasear libremente sin limitaciones de tiempo ni de distancias, no estaba en el sitio que ocupa desde hace varios años; en verano, en la acera de la derecha, a la sobre de unos árboles, y en invierno en la de la izquierda, al sol. Era la misma persona, y el saludo que el conserje del portal cercano le dedicó me lo confirmó.

Al acercarme, comprobé que había aumentado sus enseres; una silla de jardín, sin brazos, y un sillón de jardín de plástico, de los que se fabrican de un pistoletazo; una alfombra enrollada y colocada sobre un carro de supermercado. La ropa que vestía me pareció menos ajada que la que guardaba en mi memoria; la novedad era un sombrero de paja algo destartalado.

Sentí una gran alegría, porque su ausencia en julio pasado presagió su  muerte por la COVID 19, cómo no. Nunca he hablado con él, ni le he saludado. Pero es una persona que está presente en mis paseos, aunque discurran por otros derroteros. Ha elegido un puesto de mendicante por el que pasamos muy poca gente, y me intriga su elección, porque en menos de un kilómetro a la redonda puede encontrar otros puestos con más concurrencia de personas. Sus intereses tendrá.

Me encantaría decidirme a hablar con él y que me contara qué piensa o cree sobre un montón de asuntos. Aparentemente tiene todo el día para elucubrar esquemas de comprensión; bueno, ¿todo el día?, no lo sé; a lo mejor tiene horario de trabajo, al igual que su colega de profesión que se aposta a la puerta de un supermercado cerca de casa hacia las 10:30 y termina su jornada antes de las 14:00; viene en metro a trabajar. Lo sé porque en un viaje de metro hacia la estación de Atocha, le vi en una estación de la línea 1, desde la que puede empalmar con la linea 10 que le deja a quinientos metros de su puesto de trabajo. 

Sabemos que tener trabajo hoy es un premio, y si está justamente pagado, es un premio gordo. No consideramos que pedir limosna sea un trabajo; es más, muchos creemos que es una las vergüenzas de la sociedad, el último escalón de la desigualdad.

Addenda (07/10/2020). Ser mendigo es el penúltimo escalón de la desigualdad. El último es morir de hambre.