martes, 12 de diciembre de 2017

Fenomenología del vigésimo cuarto sueño.


Fenomenología del vigésimo cuarto sueño.

1.Encuadre y encaje.

La reconstrucción de este sueño no necesita ningún marco ni referencia. En todo caso se puede recurrir a:
·       Nada. Terrible palabra –buena novela-, que de alguna manera resume el sueño.

2.Fenomenología del vigésimo cuarto sueño.

Había quedado en una cafetería con un amigo al que hacía mucho tiempo que no veía. Llegué a la hora, y él se retrasó; estaba incómodo, tanto, que me di unas vueltas en la cama algo más allá que en una duermevela; al poco, estaba de nuevo en la misma cafetería, y seguía solo. Fue un instante, como cuando la proyección se corta, y la pantalla queda en blanco.
Sin discontinuidad, recuerdo que a la vez apareció mi amigo sentado en la silla de enfrente, como por ensalmo. No me dio ocasión para ir más allá de un saludo ritual; comenzó a hablar casi sin respirar. Tenía necesidad de, casi, bramarlo, pensé cuando ya llevaba un rato hablando –eso creo recordar- y yo no había tenido ocasión más que de intervenir con  los ojos, que me sirvieron para mostrar admiración, miedo, alegría, rechazo y asentimiento o no, a todo el borbotón de su narración.

Cuando reposó el ritmo de su narración, caí en la cuenta de que se refería a  hechos reales que había recogido con rabia y con cariño en las calles. Me tranquilicé, y pude entender lo que me había contado, a la vez que guardaba en la memoria lo que me estaba diciendo. Recuerdo que fue un esfuerzo de atención y de reconstrucción muy fuerte; incluso conseguí que me dejara hablar, y le pedí algunos datos de lo escuchado que había perdido. En algún momento pude intervenir para preguntar por su familia y otras cosas; o respondía con pocas palabras, o ignoraba mi intervención. De lo que no voy a ser capaz es de reconstruir todo lo que me contó, ni por supuesto en el mismo orden, aunque mi narración del sueño pueda llevar a engaño, porque no sé escribirla sin un orden. A ello voy.

Me contó que un día, sin precisar, iba camino de una oficina de la administración, y vio a una mujer, que estaba siempre que pasaba por esa calle, sentada y pidiendo limosna, y a un hombre con bastantes años que le estaba hablando. Al pasar junto a ellos, oyó con claridad, porque aflojó el paso, que el hombre entrado en años le explicaba que él, en vez de pedir limosna, paseaba entre los coches aparcados recogiendo las monedas que a bastantes conductores –unos días con más suerte que otros- se les caían al suelo al bajar del coche.

Añadió que en ese mismo trecho de acera, unos treinta metros más abajo, hay otra señora que, de pie y mirando a cada transeúnte a la cara, dice con un tono de voz normal: “Deme algo, por favor”. Se trata, dijo, de una señora mayor, más bien gruesa, vestida de negro riguroso, que se aposta en una de las entradas de un mercado municipal.

La mujer a la que se dirigía el hombre mayor que pasea entre los coches aparcados, precisa mi amigo que suele estar sentada sobre sus talones, pero no recuerda con que frases pide limosna.

Saltando de escenario, y con los ojos casi saltones, me sigue contando que en una zona cerca de su casa suele haber un grupo de hombres cuya nacionalidad desconoce, que se turnan para sentarse a la puerta de un supermercado y extender la mano a los que entran a comprar; cuando desaparecen todos los oficinistas y colegiales que inundan el barrio, me insiste, entre las once y las doce de la mañana, se sientan en el bordillo de un parterre, y se comen bocadillos y beben  bebidas no alcohólicas. Hablan mucho, casi siempre todos a la vez. Parecen tranquilos, me aclara, y conformes. Conformes, ¿con qué o quién?, le pregunto; lo ignora, y nunca se la ha ocurrido pensarlo, pero cree que tienen actitudes de conformidad.

En el mismo barrio, pero alrededor de otro supermercado, una señora de unos cuarenta años, ronda la zona interpelando a los viandantes, seguramente elegidos porque a él ya no se le acerca, para pedirles una ayuda en dinero o en comida comprada en el supermercado.

Se refirió, no recuerdo en qué momento de su narración, a una pareja de señores mayores que, situados en uno de los pasillos de AZCA que llevan al centro comercial, amenizan a las pocas personas que pasan por su ámbito sonoro, interpretando piezas de música clásica; uno, sentado en una silla plegable, toca el acordeón, y el otro, de pie, al violín. Delante de ambos, en el suelo está el estuche del violín para recoger las monedas que algunos dejan caer sin pararse; alguna vez, me dice asombrado, ha visto algún billete en ese estuche.

No recuerdo que en la cafetería soñada hubiera más gente, y no puedo identificar ahora, despierto, si algún camarero nos sirvió los cafés  con leche, pero sí me quedan en la memoria ruidos y voces. No lo puedo recordar, creo, porque la realidad que mi amigo me echó a la cara era tan dura, que no me quedaron ni ojos ni mente para atender a nada más.  

Lo primero que recordé al despertarme fue la desazón -¿solo?- que me invadía, sí, pero sobre todo las ganas que, durante toda la especial conversación, tenía de que dejara de poner encima de la mesa, casi de forma explosiva, pobres y pobrezas, para introducir alguna reflexión social, ética o algo parecido; un lenitivo que aliviara el dolor y justificara la inmoralidad de no verlo, de no hacer nada por levantar a estas personas hasta la dignidad, y que olviden  ya la humillación diaria.

¡Nada! ¡Eh!.

Madrid, 12 de diciembre, 2017.



jueves, 23 de noviembre de 2017

Fenomenología del vigésimo tercer sueño.




1.Encuadre y encaje.

  •      Durante unas semanas intenté seguir los pasos de la Subcomisión del Congreso de los Diputados para poner las bases de un pacto para la reforma del sistema educativo (Subcomisión para el Pacto Social y Político por la Educación). A las pocas semanas, abandoné, aburrido de leer larguísimas intervenciones que no aportaban nada nuevo. Últimamente la Subcomisión ha solicitado y obtenido seis meses más de plazo para concluir sus trabajos.
  •      Calculo que podemos contar con unas mil quinientas una soluciones integrales para todo el sistema educativo. Esta cifra la calculé hace unos meses; seguramente hoy hay mucha más.



2.Fenomenología del vigésimo tercer sueño.


He soñado esta noche pasada con un montón de titulares de prensa dando cuenta de un  informe de la “Subcomisión para Pacto de Estado para el sistema educativo” – intento abreviar el título, y no hay forma-, que me han obligado a acelerar el paso durante mi paseo diario, porque lo que recordaba del sueño, además de ser solo un sueño, porque he visto los titulares de la prensa nacional ya, y no dicen nada, esos recuerdos, digo, son muy atractivos y desengrasantes, son una bocanada de viento  cálido y húmedo que podría  despegar todas las capas superpuestas desde la Constitución de Cádiz (1812) sobre las espaldas de los profesores, sobre las aulas –que por eso deben tener todas un olor especial-, sobre las esperanzas de alumnos, padres y, también, “empleadores” –para estar al día-, sobre los presupuestos anuales dedicados a educar desde los infantes hasta los adultos de veintiséis años y más –según la licenciatura o escuela técnica que elijan-, sobre las “ciencias” pedagógicas y psicológicas, sobre….., ¡yo qué sé cuántas más personas e instituciones que se ven diariamente afectadas por el “sistema educativo!”.

Como resulta que es imposible disponer de “un” sistema escolar en el Estado, conclusión que deriva de la realidad, un periódico titula con un texto literal del informe de la Subcomisión: “Recomendamos derogar absolutamente toda la legislación vigente, y también aquélla que por error en las cláusulas derogatorias pudiera utilizarse en un futuro, que desorganiza –sí, desorganiza he leído en sueños- el mal denominado sistema de educación”.

En un párrafo del texto que seguía a este titular creo recordar que decía algo así como que el Congreso, a propuesta del Gobierno, aprobará una Ley Marco que con valor indicativo solo establecerá los estándares de conocimientos y de capacidad para vivir autónomamente  que se espera adquieran  y  sepan usar  a los veintiséis años.

Otro periódico titulaba: “Se borra del mapa el sistema educativo”. Y el texto aclaraba, creo, que se delega, en último término, a cada Colegio, Instituto, o la denominación que se elija por cada institución educativa, la creación de los programas, los horarios, la jornada escolar, los días lectivos anuales, los programas académicos, la contratación de profesores, etc.

Un tercero iba más allá: “Ancha Castilla para todos los pedagogos, psicólogos escolares, ecólogos de las aulas, licenciados en general, doctores”. El redactor aclara que cada institución educativa, desde los cuatro meses hasta los veintiséis años, tendrá plena autonomía para organizar su oferta educativa; la única evaluación de los alumnos, y consiguientemente de las instituciones,  con valor estatal tendrá lugar a los veintiséis años, tras concluir la educación para la vida y la formación académica, y así acceder a un título público que acredite sus conocimientos académicos y profesionales.

El último que recuerdo ahora aclaraba: “El Estado, y en su nombre las Comunidades Autónomas, crearán y financiarán tantos cuantos centros sean necesarios para cubrir la demanda total del alumnado”. Suponía el periodista que la iniciativa privada, en consonancia con lo propuesto, sería libre, en competencia; pero los centros estatales existirán, sin más condiciones que la necesidad de escolarización total del Estado.

En no sé qué periódico de los citados, o en uno que no recuerdo, se decía que los centros e instituciones estatales se regirían por los derechos personales, sociales, económicos y políticos amparados por la Constitución, que sería modificada, sobre todo, en lo referente a la declaración contundente de la laicidad de los estatales, en consonancia con la laicidad del Estado.


Nota: Nunca, en España,  desde la Constitución de 1812, que literalmente prescribe,

artº 366
En todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, a escribir y contar, y el el catecismo de la religión católica, que comprenhenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles.
artº 367
Asimismo se arreglará y creará el número competente de universidades y de otros establecimientos de instrucción, que se juzguen convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes.
artº 368
El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reyno, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas.
artº 369
Habrá una dirección general de estudios, compuesta de personas de conocida instrucción, a cuyo cargo estará, baxo la autoridad del Gobierno, la inspección de la enseñanza pública.
artº 370
Las Cortes, por medio de planes y estatutos especiales, arreglarán quanto pertenezca al importante objeto de la instrucción pública.

ha habido un pacto o acuerdo sobre qué hacer con la instrucción pública, con el sistema escolar o con el sistema educativo.

Madrid, 23 de noviembre de 2017.



sábado, 18 de noviembre de 2017

Fenomenología del vigésimo segundo sueño.



Fenomenología del vigésimo segundo sueño.


1. Encuadre y encaje.

·       Desnudo(s).
·         Separats per collons. No es una candidatura, es una enrabiada.

2. Fenomenología del vigésimo segundo sueño.

Al llegar a la Plaza de Castilla, en la equina del Canal de Isabel II, giré a la derecha, entrando en la calle Mateo Inurria, porque si hubiera paseado por la otra acera, la de los impares del paseo de la Castellana, habría llegado a los Juzgados,  esquina que acumula bastante policía en la misma acera, y girando a la izquierda, por la calle Bravo Murillo, suele haber a esas horas bastante ir y venir de muchas personas.

Nada más entrar en la calle de Mateo Inurria, sin dejar de andar, empecé a quitarme la ropa que llevaba puesta, poco a poco, sin prisa. Recuerdo que en este momento del sueño, si es que los sueños son temporales, me dejaba llevar por  un impulso instintivo; no respondía a un plan previsto; tampoco estaba sorprendido por acabar, a los pocos metros, solo con los calcetines y los zapatos. Estaba desnudo, y no tenía frío, andaba por la acera con brío y bastante altivez, mirando al horizonte, para comprobar  los gestos de las personas que me adelantaban por detrás y la cara y los gestos, incluso aleteando las manos,  de las personas que encaraba de frente.

U n par de horas después de despertarme, creo recordar que andaba contento, porque ya no era yo quien miraba a las personas con las que me cruzaba. Por fin eran ellas las que quedaban, por lo menos, absortas ante la naturalidad con la que una persona andaba desnuda por la calle. Ninguna de ellas aminoraba la marcha, ni giraba la cabeza al cruzarse conmigo. Eran ellas los que bajaban la mirada en un gesto de pudor que yo no necesitaba. Al contrario, buscaba con ilusión mirarles a los ojos.

Ya despierto, no guardo ningún recuerdo de por qué, en sueños, decidí esta actuación. Porque era una actuación, como otras muchas que hacemos todos los días de nuestra vida. No son las mismas todos los días, ni las mismas en todos los ambientes y círculos que frecuentamos. Nunca había soñado ésta, ir desnudo por la calle con toda naturalidad. Pero, eso sí, era el blanco de todas las miradas, y no por eso surgió de dentro ningún deseo de exhibicionismo; creo recordar que lo estaba haciendo porque sí.

Los sueños son complejos, contradictorios, insospechados; seguramente atemporales y no secuenciales, como sí aparecen con esas características al recordarlos, y, sobre todo, al contarlos. Porque al recordarlos, nuestro cerebro pone orden en ellos y los recompone para ajustarlos a los parámetros de cada soñador. Por eso un sueño contado nunca reproduce de verdad el sueño tal cual entró en  nuestra vida dormida.

Creo recordar que uno de los deseos más fuertes en ese paseo nudo de ropa, era que en un arranque decisivo e irrefrenable, todas las personas con las que me cruzaba, tomasen la misma decisión que yo. Todos desnudos por la calle. Una forma de empezar a poner orden y cambio en las cuestiones que nos preocupan.

No recuerdo ya en qué momento ni en qué tramo del paseo,  y no sé cómo ni por qué, a la misma velocidad con la que me desnudé, empecé a poner cada pieza en su sitio. Tampoco puedo recordar cómo, de repente, fueron apareciendo con todo orden los calzoncillos, la camisa, los pantalones, el jersey, el cinturón, una bufanda, el chaquetón y los guantes. Hacía frío.

Al girar a la derecha para embocar la Avda. de Pío XII, me dio de lleno en los ojos un sol entero. El sol en la cara y en el cuerpo entero, ya vestido, más que ese tramo es cuesta arriba, me permitió, no seguir andando, sino avanzar sin mover las piernas, como transportado en volandas, a solo unos centímetros del suelo de la acera;  nadie de los que me adelantaron o se cruzaron conmigo bajó la vista a mis pies. Si por casualidad lo hubiera hecho una sola persona, la que se habría armado.

Así, con esta deuda que el sueño tiene conmigo por no descubrirme esa última posibilidad, se acabó el sueño, o creo recordar que así se acabó, porque, sobre todo, no recuerdo nada más.

Aquí acaba la redacción de lo que en el paseo de esta mañana, unos días después de haber soñado mi desnudez deambulando, he sido capaz de recordar, y al legar a casa redactarlo. Tres niveles por ello mismo; el sueño de hace unos días, mis recuerdos durante el paseo de esta mañana, y la redacción. ¡Cuántos detalles se me olvidaron, cuántos me hurtó el decoro defendido por mi cerebro, cuántos fueron mal traducidos al elegir las palabras de esta redacción!


Hace muchos sueños que renuncié a su interpretación. En esta ocasión se me ha ocurrido un final consciente, y hasta razonable, que es una frase versionada: “Somiat per collons. No es una candidatura. Es una enrabiada”.

jueves, 9 de noviembre de 2017

Fenomenología del vigésimo primer sueño.


Fenomenología del vigésimo primer sueño.


1.    Encuadre y encaje.

Hace unas semanas concurrió el aniversario de la primera vez que me fumé el último cigarrillo. Fue en 1961, octubre. Me lo recordó mi (porque nos los fumamos juntos, con la conciencia, según recuerda él, de que cerrábamos una etapa de la nuestra vida) amigo. Las demás circunstancias no vienen al caso.

La verdad es que yo solo recordaba, ante el aviso de mi amigo, el sitio y la hora del día en que quemamos el último cigarrillo. Todo lo demás se lo llevó, hace mucho tiempo,  el viento del olvido.

2.    Fenomenología del sueño.

Cuando hace días la falta de sueño me despertó, viví con fuerza la rabia que la incapacidad para reconstruir los sueños de esa noche me recorrió todo el cuerpo. Un escalofrío, el del olvido. Me levanté de la cama, anoté en unos folios algunas notas; este esfuerzo de memoria tuvo réditos, aunque pobres, porque unas semanas después, con la ayuda de las notas que, con casi garabatos había escrito, intenté recordar las historias que  es casi seguro que soñé aquella noche. Fallaba la imagen, fallaba el sonido, ignoraba las fechas, ignoraba el nombre de algunos personajes cuya imagen había pasado por mi realidad onírica. Pero algo seré capaz de recordar; empezaré por el quincuagésimo sexto aniversario de nuestro, según creíamos, último pitillo de nuestra vida.

Una noche  al final del verano de 1961, sentados en un banco de los de paseo, en lo que quería ser un jardín,  encarado a una vaguada llena de frutales. Encendimos el que iba a ser el último cigarrillo de nuestra vida. Que iba a ser el último, seguro que le dio a esa noche un tinte heroico: no por el cigarrillo, sino por la vida  en la  que nos  metíamos con el sueño – esta vez despiertos-, quizás mejor ilusión (vocación, decíamos entonces),  de convivir una vida plena de revoluciones internas y  personales; y éstas nos debían llevar a revolucionar la sociedad. Teníamos dieciocho años. No recuerdo más, y estos pocos retazos, seguro, son inventados por mi sueño de  hace unos días, troceados por mis notas, y mal transcritos ahora  mismo. Lo único incontestable es que nos fumamos el que debía ser el último cigarrillo de nuestra vida.

Cuando el otro día me desperté por la falta de sueño, recuerdo que también había soñado con el dolor de la separación. Mi amigo, no recuerdo ni fechas ni nada más, se fue al extranjero. Sí recuerdo ahora despierto, y porque está en mis notas, el convencimiento de que nuca más nos volveríamos a ver. La vida  ha desmentido ese pronóstico. Seguimos siendo amigos, por supuesto,  y viéndonos cincuenta y seis años después; cuando hacemos por vernos, porque vivimos en ciudades diferentes, la conversación fluye como si nos viéramos todos los días. Todo, entre nosotros, empezó en el invierno de mil novecientos cincuenta y tres. Éramos alumnos de primero de bachillerato, con solo  diez años a cuestas. Siete años después, tras concluir los estudios de bachillerato (el último curso se llamaba Preuniversitario; no hay duda de que el sistema escolar era finalista: la Universidad), pesco en el saco del olvido una larga conversación en la calle, cerca de casa de mis padres, hasta más de las once de la noche. Cuando subí a casa, mis padres, no mis hermanos, me preguntaron qué había pasado; que he estado hablando con mi amigo NN, aporté como excusa verdadera, que resultó ser válida para mi asombro. Nadie dijo nada, y lo dieron por causa más que suficiente de mi gran retraso a la hora de la cena familiar.

En mis notas de cuando el otro día me desperté por la falta de sueño,  pasando folios, y  dando un salto en el tiempo brutal, sin aparente conexión –así son los sueños- aparece: “en mil novecientos ochenta y cinco, en noviembre, murió otro amigo del alma”. Creo que era “el” otro amigo; he tenido, y tengo más amigos, sí, pero el cerebro (antes decíamos el corazón) me confirma que estos dos, los citados hasta ahora, son amigos del alma. Confieso, ya despierto, que el del cigarrillo, y éste que murió hace ya treinta y dos años, siguen siendo “mis” amigos.

Nunca he tenido la sensación de haberle perdido; al contrario sigo disfrutando de su amistad; aunque, es verdad, es ya una amistad de recuerdos, pero siguen vivos, incluso el amor que todos los días devuelvo a la vida. Recuerdo con toda lucidez el sábado que fui a verle, ya enfermo, con el encargo de su mujer,  gran amiga en mi vida, de, sin decirle que se iba a morir, hacerle ver que era conveniente arreglar papeles. Recuerdo que no tenía ni idea de por dónde orientar mi discurso. Me presenté en su casa, a la hora acordada con su  mujer, que se fue con los niños, para dejarnos solos. Mi amigo se levantó del sillón nada más oír que se cerraba la puerta de  la casa,  apoyado en su bastón que, por cierto, manejaba con la elegancia que su debilidad le permitía, y de pie, de forma solemne,  me dijo: “Eduardo, no volveremos a hablar de esto nunca más. No tengo una gripe; todos los papeles están en regla y muy claros; ¿quieres una cerveza?”. Nunca más en las pocas semanas que transcurrieron hasta su fallecimiento, volvimos a hablar del tema. Cuando la vida me ha presentado algún momento difícil o difuso, siempre me viene a la mente la escena que acabo de relatar; la entereza de mi amigo que sabe que se muere –realidad nunca presente en su casa-, y consigue que la vida familiar (yo iba todas las tardes a verle al salir del trabajo) y el final de la suya, sea tranquila y lo más feliz posible para todos.

Repaso mis notas de un vistazo; mi sueño de hace unas semanas, no fue un sueño; fue un montaje inconexo de algunos retazos de mi vida, que está permitiendo organizar mi historia personal y, de paso, recomponer –y esto es estupendo- la imagen de mí mismo. El vistazo a las notas, y a lo que ya tengo escrito, es evidente, me obliga a desvelar –y revelarme a mí mismo- trozos de vida de otras personas, a las que nunca traeré a este relato por su nombre. 

Unos garabatos en  los folios que contienen las rápidas notas sobre lo soñado hace unas semanas, también recogen un anhelo personal. La verdad es que estoy en ello, sin prisas, sin esfuerzos innecesarios. Apareció en mis sueños porque es algo en lo que estoy inmerso desde hace meses, y a ratos, sobre todo cuando doy paseos acompañado de mis recuerdos y de mis  ilusiones presentes, le dedico tiempo y algo de cerebro. Pretendo desentenderme de todos los prejuicios intelectuales, ideológicos, sociales, económicos, políticos, etc., que anidan en mi cerebro y en mis huesos. Nunca he querido pertenecer a ninguna institución; ni religiosa, porque la abandoné, a la vez que dejé atrás todas las creencias religiosas que pude; ni social, ni política, porque todas ellas imponen un camino dogmático para reconstruir marcos ideológicos, baremos de valoración de las personas y de la vida, y también, como toda institución bien concebida, crean la categoría de “hereje”, que es la forma de asentar, afianzar y demás una institución, y por ello construir una sólida y no discutida ideología. Anhelo verme libre de prejuicios, y como sé que es prácticamente imposible, peleo por ir dejando de uno en uno cada vez que me sobresalto usándolos para entender una situación o un hecho, las conductas de personas o de instituciones, los hechos que se promulgan en los medios de comunicación –algunas veces, a siete columnas, los proclaman con una vigencia de dos o tres días-. Anhelo ser libre de las ataduras mentales que el arrastre de la propia vida ha ido creando en mí, porque resultan cómodas para navegar por la vida, intentando desviar todo aquello que pueda rozar o arañar siquiera el rincón vital que me he ido creando. Ser libre de verdad. Sé que es un sueño, pero a veces algunos sueños acaban siendo reales, tocables y disfrutables.

Cuando hace días la falta de sueño me despertó, y los garabatos de esos pocos folios constatan, recuerdo, unas semanas después, muchas cosas. Algunas de ellas no están en los folios de marras, porque el juego de ir sacando hechos y personas del saco del olvido, como si fuera metiendo la mano y, sin mirar, solo con la mano diestra, sacar alguna pieza olvidada, es divertido. También he comprobado que  muchas sacadas de mano son hasta peligrosas, porque aparecen los fantasmas de lo que siempre desee que no  hubiera ocurrido; el peligro de revivir la vergüenza del error público, el dolor de haber decidido injustamente, lo que callé cuando debía hablar, lo que desvelé perjudicando a otros, lo que no me decidí a hacer por –creía entonces- buscar lo mejor en vez de solo lo posible, encontrar vericuetos legales que permitían enmendar la realidad. Mi dosis de orgullo no llega hasta la impudicia de publicar mis miserias, y no lo voy a hacer; entre otras muchas más razones que puedo encontrar o inventar, porque ya no serviría de nada; mejor que se queden en el olvido, y así no hacen daño a nadie.

Al cierre. Necesito rememorar unos hechos que fueron públicos, y que hoy –estoy seguro- todos los actores y espectadores de entonces han olvidado por inanes; para mí representaron mucho, y me han dado, en mi vida posterior, medida de algunas conductas públicas. Ya sé que generalizar lo singular, y casi seguro único, es una barbaridad. Pero lo resumo y que cada lector lo entienda como quiera.

Cuando hace días la falta de sueño me despertó, con letras apresuradas, de tamaño más grande que otras, reseñé en los folios de marras unos cuantos datos de una sesión del Consejo de Centro del Colegio que dirigía. Era el último jueves del mes de mayo, (el lunes siguiente yo ya no sería el Director) y por ello Presidente del Consejo de Centro. Tema único en el orden del día: juzgar los dibujos de un alumno de los mayores, y sancionar conforme al sistema disciplinar vigente. No era necesario preguntar; la sanción que le iba a caer encima al alumno era la máxima. Pedí la palabra y rogué a todos los miembros de ese Consejo (padres y madres de alumnos, profesores, un miembro del Consejo de administración, el Director del Colegio, alumnos) que, teniendo en cuenta las fechas, la edad del alumno, etc., que yo me jubilaba el lunes siguiente, el sincero arrepentimiento del alumno (que no el de su padre), era una ocasión propicia para pasando por encima de la justa equidad, concediéramos el perdón haciendo uso de toda la magnanimidad de la que somos capaces las personas. Ante las caras que vi, expliqué qué virtud era la magnanimidad y que virtualidades desarrolla, o puede desarrollar. Inútil; fueron implacables: la ley. Nunca en la vida me he sentido más inerme e inútil. Cada día que ha pasado, años, desde entonces, sigo pensando que las leyes están para que podamos convivir en paz y con respeto mutuo, y nunca, en su aplicación, deberían aparejar humillación alguna para nadie. Borrar todo resto de humillación en la justicia, y en las sentencias judiciales que las hacen aplicar en último término a quienes no lo hacen voluntariamente, fue, no sé cuándo, un gran progreso en la administración de la justicia: no humillar al culpable. No sé si es posible llegar a una sociedad justa, pero seguro que sí es posible alcanzar y mantener viva una sociedad que no humilla a sus ciudadanos.

Los folios de marras guardan bastantes más hechos, dichos y demás que el viento del olvido se llevó y guardó en un saco. Pero ese saco es mío, y me lo quedo. Aquí pongo punto final a los sueños de una noche de hace semanas; semanas que he necesitado para recomponer estas líneas.

Madrid, 9 de noviembre, 2017




viernes, 25 de agosto de 2017

Fenomenología del vigésimo sueño.



1. Encuadre y  encaje.
Esa mañana, en la cocina, Vibeke estaba amasando pan y Anna, con ayuda de Kirsten, batía la mantequilla. Aunque la cocina era una habitación moderadamente espaciosa, estaba atestada. Muchas tareas se llevaban a cabo allí.
(LEWIS, Janet, El juicio de Sören Qvist, Realm of Redonda/Reino de Redonda, S.L. Barcelona, 2017. Pág. 103).

Camino por el pasillo, paso por delante de la puerta de la sala de estar y de la que comunica con el comedor; abro la del extremo y entro en la cocina. Aquí ya no huele  a madera encerada. Encuentro a Rita de pie ante la mesa pintada de esmalte blanco. […] Tiene el vestido remangado hasta los codos y se le ven los brazos oscuros. Está haciendo pan: extiende la pasta para el breve amasado final antes de darle forma.[…] Hoy, a pesar del rostro impenetrable de Rita y de sus labios apretados, me gustaría quedarme en la cocina[…] y charlaríamos…
(ATWOOD, Margaret, El cuento de la criada, Salamandra, Barcelona, 2017. Pág. 32 y 33).

Fenomenología del sueño.

Intentaba identificar en qué habitación estaban conversando, pero desde la mía no era fácil; dos pasillos, habitaciones, y dos plantas, era el  espacio por el que transitaban las palabras que oía con mucha dificultad.  El número de voces, hacía tiempo que había anochecido, y algunas risas, acabaron por interesarme; abro los ojos, me incorporo en la cama, enciendo la luz. Al ponerme de pie no piso el suelo; camino sobre una  bruma mullida, y mis pies no se hunden en ella.

Recorro el pasillo en el que está, al final del mismo, mi habitación; todas las otras están mudas. Al llegar a la escalera que da paso a la planta baja, me ilusiona bajarla deslizándome por la barandilla, pero no hace falta, porque la bruma que me acompaña, me lleva por encima de los escalones. En el pasillo de la planta baja está el salón, la biblioteca, el comedor, el vestíbulo de entrada, y al final, en el extremo opuesto al de mi habitación,  la cocina.

Desde el último escalón  identifico que las voces vienen de la cocina, que tiene la puerta cerrada. Me siento en el  último escalón, apoyo los codos en las rodillas y con las manos amplío la pantalla de  mis orejas. Tardo un poco en identificar voces; a ratos hablan varias personas, y no identifico palabras; todavía no puedo identificar quiénes son los que hablan en la cocina, y mucho menos imagino qué están haciendo. Al cabo de un rato, aguzando mis oídos, reconozco alguna palabras que, de momento, no me dicen nada. Tío Antonio, higos frescos, flores en el cementerio, accidente de coche, divorcio, bebé, la quiebra de…, el acabose, es tarde, son unas malas bestias. He entrado en secreto en una conversación animada, pero muy avanzada, porque se van entrecruzando variedad de asuntos; ya no hay precisión ni orden en las intervenciones. Las risas tampoco me ayudan. Me enderezo y casi me pongo de pie para caminar hasta la cocina y abrir la puerta, pero el sentirme espía de la conversación me frena.

La planta baja está a oscuras, salvo el haz de luz que se cuela por debajo de la puerta de la cocina, insuficiente para iluminar una parte del pasillo.  A oscuras y sin poder seguir la conversación, reclino la cabeza sobre uno de los barrotes finales de la barandilla de la escalera. Siento llamadas del sueño, pero resisto. No puedo imaginarme qué pueden estar haciendo en la cocina a estas horas de la noche; algo más lúcido, reconstruyo quiénes pueden estar en la cocina, porque reconozco, por fin, alguna voz y porque hago la lista de quiénes estaban en el comedor a  la hora de la cena, y quiénes eran las personas del servicio; no caben todos en la cocina, pienso, y me ataca la curiosidad por saber quiénes están en la cocina ahora.

Quiénes, qué están haciendo, de qué hablan.  Abro los ojos en la oscuridad y presto más atención. Creo que hay dos hombres, por las voces que oigo, y el resto son mujeres. Los hombres pueden ser dos amigos que cenaron en casa, mi padre, mi hermano mayor, Petra la cocinera que tiene una voz ronca.  Las mujeres, mi madre, mi hermana pequeña con más de treinta años y recién divorciada, la mujer de mi hermano mayor, Nora amiga de mi madre. Cuatro hombres y cinco mujeres; ignoro si están los nueve en la cocina, y quiénes son; ¿cuántos están durmiendo? ¿Hay alguien  despierto como yo y, que también espía? ¿He contado bien las personas que estábamos en la cena; también había dos camareras; no las conocía, porque mi madre las había contratado recientemente. El tío Antonio no podía estar, porque hacía más de treinta años de su muerte; todos los años, el 1 de noviembre, aparecía un ramo de flores en su tumba, y hasta la fecha toda la familia ignora quién es el o la oferente; por lo menos oficialmente, porque cuando se comenta el tema en la familia no todos participan en el conversación, luego yo, por lo menos, no sé qué saben.

Me está venciendo el sueño. Me levanto y la bruma me sube hasta la primera planta. La puerta de mi habitación está abierta y las luces encendidas. Nora, la amiga de mi madre, está sentada en un sillón. Le dos las buenas noches, esperando que me deje solo, pero su única reacción es arrebujarse en el sillón; me mira sonriendo. Cuando Marcial, mi marido sufrió el accidente de coche –habla suavemente y dirigiéndose a mis ojos, directamente-, quería morirme de dolor, de desgarro vital; tus padres me ayudaron haciendo un hueco en su vida para mí. Pero me estoy aburriendo; ser solo la amiga de tu madre es poca vida; les voy a dejar, por eso he venido a cenar esta noche, para cortar esta relación, insuficiente, hoy mismo. Se levantó y, sin despedirse de mí, salió cerrando la puerta de un portazo.

Me despierto; el sol entra por las rendijas de las persianas y dibuja claroscuros en toda la habitación. Estiro brazos y piernas. Recuerdo algunas cosas del sueño de este noche; estoy seguro de que mis recuerdos al despertarme eran más y más precisos que los que he transcrito. Sentado ante el desayuno reconozco que no sé quién es Nora, no sé de dónde he sacado la historia del tío Antonio, porque sí estuvo en la cena de anoche, y está desayunando delante de mí, con cara risueña y satisfecha.  




miércoles, 22 de febrero de 2017

Fenomenología del decimonoveno sueño.

1. Encuadre y encaje.

  • Calidoscopio. Realidad virtual.
  • La Nit del Foc. El ruido de la guerra hecho pura fiesta.
2. Fenomenología del sueño.

Hace unos minutos, mientras me estaba afeitando, una de las bombillas ha cascado tras un fogonazo; ya veré más tarde qué ha pasado, y en el mejor de los supuestos la repondré con una nueva. Lo que más me ha despertado, metido de lleno en el aburrimiento de pasar y repasar la maquinilla por la barba, ha sido el recuerdo de otros fogonazos de un sueño olvidado, que creo haber vivido hace unas semanas, y que estaba en el olvido. Sí, yo creo que los sueños se viven; son la muestra de que dormir no es una forma alternativa de morir un poquito, o durante un rato, y el despertar es volver a la vida. Malas metáforas.

Recuerdo que al despertarme viví sensaciones -no sentimientos- dispares y ruidosos. No consigo recordar ni la trama ni los tiempos del sueño, y no es porque han pasado unas semanas, que no es poca razón, sino  porque aquella misma mañana ya tuve muchas dificultades para recordar tramas y tiempos. Fue, quiero creer, un sueño muy nuevo, que no tenía parentesco alguno con todos los que he tenido en la vida.

Muy nuevo o muy distinto. Muy nuevo, prefiero. Intentaré narrar los recuerdos inconexos, pero no difuminados. A medida que escribo parece volarse el velo del olvido. Confío en que la suerte me permita reconquistar aquel sueño.

Recuerdo que cuando desperté, hace unas semanas, lo hice porque una luz blanca e intensa, pero breve, como un fogonazo, me hizo abrir los ojos a la oscuridad de la habitación. Encendí la lamparilla, y no conseguí ver los muebles de la habitación; el fogonazo me había nublado la visión. Hurgando entre los confusos recuerdos, he recuperado ahora mismo otro cuadro del sueño; antes del fogonazo estuve admirando un loco juego de colores, que ahora todavía no le encuentro sentido. Quizás fuera algo muy parecido al juego del calidoscopio; pero esos colores que jugaban con mis ojos dormidos no eran geométricos, ni se asemejaban a cristalitos que recomponen figuras a medida que se gira el calidoscopio. No estaban encajados en un tubo que mis manos mantenían.

Mis manos. Es la primera vez que recuerdo mis manos y mis dedos de la mano haciendo algo durante un sueño; las tenía a la altura de los oídos, y uno de mis dedos taponaba la audición,o por lo menos, la suavizaba, porque era muy fuerte el estruendo. En el juego de colores que estaba viendo predominaba el rojo anaranjado; también me picaban los ojos a causa del humo que me estaba rodeando; no olía a pólvora. Eran bombas explotando, o explosionando. Pero estaba solo, y las bombas debían de ser de juguete, porque ni rompían nada ni mataban a nadie. ¿Simplemente estaba soñando un bombardeo cinematográfico, que es el único que he visto en muchas películas?.

Estoy recuperando el sueño desde la escena final hacia atrás; es como si el sueño fuera un tobogán, y yo lo estoy subiendo en vez de deslizarme por él hacia abajo. Duro esfuerzo subir de frente un sueño, que ahora recupero, como si fuera un tobogán. El tobogán, bueno, el sueño, no es una subida recta, hay curvas a derecha y a izquierda; en las curvas es más fácil mantenerse asido sin riesgo de resbalar hacia el principio del sueño.

Creo que los sueños son, existen en nuestro cerebro al igual que damos existencia a todo lo que vemos despiertos. Se olvidan, cierto; pero ¿caducan?, porque si caducan no fueron sueños sino anhelos. El sueño que estoy intentando reconstruir es distinto, o ignoro qué cosa sea, porque no son secuencias, no son hechos, no son carreras sin fin, no son soluciones mágicas para conflictos antiguos. ¿Será un sueño de verdad? ¿Estoy construyendo un sueño, mientras estoy despierto, a partir del fogonazo de la bombilla de mi cuarto de baño? ¿Existió? ¿Fue?.
Sigo retrotrayéndome, sigo subiendo el tobogán. Recupero -o, ¿me la estoy inventando?-  otra secuencia. Saco un pañuelo del bolsillo y me vacío, con estruendo, mis narices, hace unos días que estoy constipado. Huelo a pólvora, a la pólvora de los fuegos de artificio, pero no hay figuras en el cielo; sí, ahora chisporrotean de nuevo los juegos de colores en el fondo nuboso del cielo sin estrellas. Mientras siguen los fuegos de artificio, sin dejar de oírlos, miro a mi alrededor e identifico personas en la oscuridad que los petardos iluminan fugazmente. Sus caras, mal iluminadas y con sombras en los recovecos de las narices, de las orejas, de los ojos, de la barbilla, de las arrugas de los más mayores, responden, mientras parece que disfrutan del espectáculo, al estruendo, a la luz y a olor a pólvora con gestos que objetivamente denotan terror; el mismo terror que en las películas se ven en las caras de las personas que están bajo el bombardeo. Las personas que me rodean están de fiesta; las personas bajo bombardeo saben que están al borde de morir, de ser asesinadas.

Mi memoria hace ya muchas horas que no me devuelve nada más de un sueño que fue, pero que ya no existe; solo unos pocos datos, los narrados, me confirman que soñé, que esa noche también soñé.

Ya ha amanecido, y el sol brilla sin nubes en el cielo. Estoy despierto, ya he terminado la diaria tarea de "asearse" para salir a la calle. No se me va de la cabeza el sueño que transcrito lo mejor que he sabido, y lo sigo trasteando en la memoria mientras me cruzo, en la calle, a mucha gente que camina, supongo con un destino concreto. Como casi todos los días, yo divago paseando y pensando. Cuando consigo que mi cabeza quede en blanco y quieta, es cuando me empiezo a fijar en las personas con las que me cruzo y a las que adelanto. Las caras mañaneras, eso es lo que más me interesa. Son caras perfectamente iluminadas por el sol, no como las del sueño, todas, las que disfrutan de los fuegos artificiales y las que temen morir bajo el bombardeo.

Entre esas caras mañaneras, las de hoy, hay una mayoría que pretenden ocultar ¿sus preocupaciones? ¿sus conflictos? ¿sus miedos?. Son caras que se asemejan a las de los bombardeos fotografiadas y  tras montaje en las películas. Porque he visto en periódicos y televisiones caras que de verdad están bajo un bombardeo, y no tiene nada que ver con las de mi sueño ni con las de las películas. En la vida de verdad, en una guerra de verdad, las caras reflejan pánico. En la vida real de los que son bombardeados, en la vida real de los que se tiran al mar con chalecos de color y en barcas de colores, no hay calidoscopios ni nits del foc. Hay pánico y anhelo de salvarse. Están jugando a la lotería de la muerte violenta y anónima.