jueves, 9 de noviembre de 2017

Fenomenología del vigésimo primer sueño.


Fenomenología del vigésimo primer sueño.


1.    Encuadre y encaje.

Hace unas semanas concurrió el aniversario de la primera vez que me fumé el último cigarrillo. Fue en 1961, octubre. Me lo recordó mi (porque nos los fumamos juntos, con la conciencia, según recuerda él, de que cerrábamos una etapa de la nuestra vida) amigo. Las demás circunstancias no vienen al caso.

La verdad es que yo solo recordaba, ante el aviso de mi amigo, el sitio y la hora del día en que quemamos el último cigarrillo. Todo lo demás se lo llevó, hace mucho tiempo,  el viento del olvido.

2.    Fenomenología del sueño.

Cuando hace días la falta de sueño me despertó, viví con fuerza la rabia que la incapacidad para reconstruir los sueños de esa noche me recorrió todo el cuerpo. Un escalofrío, el del olvido. Me levanté de la cama, anoté en unos folios algunas notas; este esfuerzo de memoria tuvo réditos, aunque pobres, porque unas semanas después, con la ayuda de las notas que, con casi garabatos había escrito, intenté recordar las historias que  es casi seguro que soñé aquella noche. Fallaba la imagen, fallaba el sonido, ignoraba las fechas, ignoraba el nombre de algunos personajes cuya imagen había pasado por mi realidad onírica. Pero algo seré capaz de recordar; empezaré por el quincuagésimo sexto aniversario de nuestro, según creíamos, último pitillo de nuestra vida.

Una noche  al final del verano de 1961, sentados en un banco de los de paseo, en lo que quería ser un jardín,  encarado a una vaguada llena de frutales. Encendimos el que iba a ser el último cigarrillo de nuestra vida. Que iba a ser el último, seguro que le dio a esa noche un tinte heroico: no por el cigarrillo, sino por la vida  en la  que nos  metíamos con el sueño – esta vez despiertos-, quizás mejor ilusión (vocación, decíamos entonces),  de convivir una vida plena de revoluciones internas y  personales; y éstas nos debían llevar a revolucionar la sociedad. Teníamos dieciocho años. No recuerdo más, y estos pocos retazos, seguro, son inventados por mi sueño de  hace unos días, troceados por mis notas, y mal transcritos ahora  mismo. Lo único incontestable es que nos fumamos el que debía ser el último cigarrillo de nuestra vida.

Cuando el otro día me desperté por la falta de sueño, recuerdo que también había soñado con el dolor de la separación. Mi amigo, no recuerdo ni fechas ni nada más, se fue al extranjero. Sí recuerdo ahora despierto, y porque está en mis notas, el convencimiento de que nuca más nos volveríamos a ver. La vida  ha desmentido ese pronóstico. Seguimos siendo amigos, por supuesto,  y viéndonos cincuenta y seis años después; cuando hacemos por vernos, porque vivimos en ciudades diferentes, la conversación fluye como si nos viéramos todos los días. Todo, entre nosotros, empezó en el invierno de mil novecientos cincuenta y tres. Éramos alumnos de primero de bachillerato, con solo  diez años a cuestas. Siete años después, tras concluir los estudios de bachillerato (el último curso se llamaba Preuniversitario; no hay duda de que el sistema escolar era finalista: la Universidad), pesco en el saco del olvido una larga conversación en la calle, cerca de casa de mis padres, hasta más de las once de la noche. Cuando subí a casa, mis padres, no mis hermanos, me preguntaron qué había pasado; que he estado hablando con mi amigo NN, aporté como excusa verdadera, que resultó ser válida para mi asombro. Nadie dijo nada, y lo dieron por causa más que suficiente de mi gran retraso a la hora de la cena familiar.

En mis notas de cuando el otro día me desperté por la falta de sueño,  pasando folios, y  dando un salto en el tiempo brutal, sin aparente conexión –así son los sueños- aparece: “en mil novecientos ochenta y cinco, en noviembre, murió otro amigo del alma”. Creo que era “el” otro amigo; he tenido, y tengo más amigos, sí, pero el cerebro (antes decíamos el corazón) me confirma que estos dos, los citados hasta ahora, son amigos del alma. Confieso, ya despierto, que el del cigarrillo, y éste que murió hace ya treinta y dos años, siguen siendo “mis” amigos.

Nunca he tenido la sensación de haberle perdido; al contrario sigo disfrutando de su amistad; aunque, es verdad, es ya una amistad de recuerdos, pero siguen vivos, incluso el amor que todos los días devuelvo a la vida. Recuerdo con toda lucidez el sábado que fui a verle, ya enfermo, con el encargo de su mujer,  gran amiga en mi vida, de, sin decirle que se iba a morir, hacerle ver que era conveniente arreglar papeles. Recuerdo que no tenía ni idea de por dónde orientar mi discurso. Me presenté en su casa, a la hora acordada con su  mujer, que se fue con los niños, para dejarnos solos. Mi amigo se levantó del sillón nada más oír que se cerraba la puerta de  la casa,  apoyado en su bastón que, por cierto, manejaba con la elegancia que su debilidad le permitía, y de pie, de forma solemne,  me dijo: “Eduardo, no volveremos a hablar de esto nunca más. No tengo una gripe; todos los papeles están en regla y muy claros; ¿quieres una cerveza?”. Nunca más en las pocas semanas que transcurrieron hasta su fallecimiento, volvimos a hablar del tema. Cuando la vida me ha presentado algún momento difícil o difuso, siempre me viene a la mente la escena que acabo de relatar; la entereza de mi amigo que sabe que se muere –realidad nunca presente en su casa-, y consigue que la vida familiar (yo iba todas las tardes a verle al salir del trabajo) y el final de la suya, sea tranquila y lo más feliz posible para todos.

Repaso mis notas de un vistazo; mi sueño de hace unas semanas, no fue un sueño; fue un montaje inconexo de algunos retazos de mi vida, que está permitiendo organizar mi historia personal y, de paso, recomponer –y esto es estupendo- la imagen de mí mismo. El vistazo a las notas, y a lo que ya tengo escrito, es evidente, me obliga a desvelar –y revelarme a mí mismo- trozos de vida de otras personas, a las que nunca traeré a este relato por su nombre. 

Unos garabatos en  los folios que contienen las rápidas notas sobre lo soñado hace unas semanas, también recogen un anhelo personal. La verdad es que estoy en ello, sin prisas, sin esfuerzos innecesarios. Apareció en mis sueños porque es algo en lo que estoy inmerso desde hace meses, y a ratos, sobre todo cuando doy paseos acompañado de mis recuerdos y de mis  ilusiones presentes, le dedico tiempo y algo de cerebro. Pretendo desentenderme de todos los prejuicios intelectuales, ideológicos, sociales, económicos, políticos, etc., que anidan en mi cerebro y en mis huesos. Nunca he querido pertenecer a ninguna institución; ni religiosa, porque la abandoné, a la vez que dejé atrás todas las creencias religiosas que pude; ni social, ni política, porque todas ellas imponen un camino dogmático para reconstruir marcos ideológicos, baremos de valoración de las personas y de la vida, y también, como toda institución bien concebida, crean la categoría de “hereje”, que es la forma de asentar, afianzar y demás una institución, y por ello construir una sólida y no discutida ideología. Anhelo verme libre de prejuicios, y como sé que es prácticamente imposible, peleo por ir dejando de uno en uno cada vez que me sobresalto usándolos para entender una situación o un hecho, las conductas de personas o de instituciones, los hechos que se promulgan en los medios de comunicación –algunas veces, a siete columnas, los proclaman con una vigencia de dos o tres días-. Anhelo ser libre de las ataduras mentales que el arrastre de la propia vida ha ido creando en mí, porque resultan cómodas para navegar por la vida, intentando desviar todo aquello que pueda rozar o arañar siquiera el rincón vital que me he ido creando. Ser libre de verdad. Sé que es un sueño, pero a veces algunos sueños acaban siendo reales, tocables y disfrutables.

Cuando hace días la falta de sueño me despertó, y los garabatos de esos pocos folios constatan, recuerdo, unas semanas después, muchas cosas. Algunas de ellas no están en los folios de marras, porque el juego de ir sacando hechos y personas del saco del olvido, como si fuera metiendo la mano y, sin mirar, solo con la mano diestra, sacar alguna pieza olvidada, es divertido. También he comprobado que  muchas sacadas de mano son hasta peligrosas, porque aparecen los fantasmas de lo que siempre desee que no  hubiera ocurrido; el peligro de revivir la vergüenza del error público, el dolor de haber decidido injustamente, lo que callé cuando debía hablar, lo que desvelé perjudicando a otros, lo que no me decidí a hacer por –creía entonces- buscar lo mejor en vez de solo lo posible, encontrar vericuetos legales que permitían enmendar la realidad. Mi dosis de orgullo no llega hasta la impudicia de publicar mis miserias, y no lo voy a hacer; entre otras muchas más razones que puedo encontrar o inventar, porque ya no serviría de nada; mejor que se queden en el olvido, y así no hacen daño a nadie.

Al cierre. Necesito rememorar unos hechos que fueron públicos, y que hoy –estoy seguro- todos los actores y espectadores de entonces han olvidado por inanes; para mí representaron mucho, y me han dado, en mi vida posterior, medida de algunas conductas públicas. Ya sé que generalizar lo singular, y casi seguro único, es una barbaridad. Pero lo resumo y que cada lector lo entienda como quiera.

Cuando hace días la falta de sueño me despertó, con letras apresuradas, de tamaño más grande que otras, reseñé en los folios de marras unos cuantos datos de una sesión del Consejo de Centro del Colegio que dirigía. Era el último jueves del mes de mayo, (el lunes siguiente yo ya no sería el Director) y por ello Presidente del Consejo de Centro. Tema único en el orden del día: juzgar los dibujos de un alumno de los mayores, y sancionar conforme al sistema disciplinar vigente. No era necesario preguntar; la sanción que le iba a caer encima al alumno era la máxima. Pedí la palabra y rogué a todos los miembros de ese Consejo (padres y madres de alumnos, profesores, un miembro del Consejo de administración, el Director del Colegio, alumnos) que, teniendo en cuenta las fechas, la edad del alumno, etc., que yo me jubilaba el lunes siguiente, el sincero arrepentimiento del alumno (que no el de su padre), era una ocasión propicia para pasando por encima de la justa equidad, concediéramos el perdón haciendo uso de toda la magnanimidad de la que somos capaces las personas. Ante las caras que vi, expliqué qué virtud era la magnanimidad y que virtualidades desarrolla, o puede desarrollar. Inútil; fueron implacables: la ley. Nunca en la vida me he sentido más inerme e inútil. Cada día que ha pasado, años, desde entonces, sigo pensando que las leyes están para que podamos convivir en paz y con respeto mutuo, y nunca, en su aplicación, deberían aparejar humillación alguna para nadie. Borrar todo resto de humillación en la justicia, y en las sentencias judiciales que las hacen aplicar en último término a quienes no lo hacen voluntariamente, fue, no sé cuándo, un gran progreso en la administración de la justicia: no humillar al culpable. No sé si es posible llegar a una sociedad justa, pero seguro que sí es posible alcanzar y mantener viva una sociedad que no humilla a sus ciudadanos.

Los folios de marras guardan bastantes más hechos, dichos y demás que el viento del olvido se llevó y guardó en un saco. Pero ese saco es mío, y me lo quedo. Aquí pongo punto final a los sueños de una noche de hace semanas; semanas que he necesitado para recomponer estas líneas.

Madrid, 9 de noviembre, 2017




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