Fenomenología
del vigésimo primer sueño.
1. Encuadre y encaje.
Hace
unas semanas concurrió el aniversario de la primera vez que me fumé el último
cigarrillo. Fue en 1961, octubre. Me lo recordó mi (porque nos los fumamos
juntos, con la conciencia, según recuerda él, de que cerrábamos una etapa de la
nuestra vida) amigo. Las demás circunstancias no vienen al caso.
La
verdad es que yo solo recordaba, ante el aviso de mi amigo, el sitio y la hora
del día en que quemamos el último cigarrillo. Todo lo demás se lo llevó, hace
mucho tiempo, el viento del olvido.
2. Fenomenología del sueño.
Cuando
hace días la falta de sueño me despertó, viví con fuerza la rabia que la
incapacidad para reconstruir los sueños de esa noche me recorrió todo el
cuerpo. Un escalofrío, el del olvido. Me levanté de la cama, anoté en unos
folios algunas notas; este esfuerzo de memoria tuvo réditos, aunque pobres,
porque unas semanas después, con la ayuda de las notas que, con casi garabatos había
escrito, intenté recordar las historias que
es casi seguro que soñé aquella noche. Fallaba la imagen, fallaba el
sonido, ignoraba las fechas, ignoraba el nombre de algunos personajes cuya
imagen había pasado por mi realidad onírica. Pero algo seré capaz de recordar;
empezaré por el quincuagésimo sexto aniversario de nuestro, según creíamos,
último pitillo de nuestra vida.
Una
noche al final del verano de 1961,
sentados en un banco de los de paseo, en lo que quería ser un jardín, encarado a una vaguada llena de frutales.
Encendimos el que iba a ser el último cigarrillo de nuestra vida. Que iba a ser
el último, seguro que le dio a esa noche un tinte heroico: no por el cigarrillo,
sino por la vida en la que nos
metíamos con el sueño – esta vez despiertos-, quizás mejor ilusión
(vocación, decíamos entonces), de
convivir una vida plena de revoluciones internas y personales; y éstas nos debían llevar a
revolucionar la sociedad. Teníamos dieciocho años. No recuerdo más, y estos
pocos retazos, seguro, son inventados por mi sueño de hace unos días, troceados por mis notas, y
mal transcritos ahora mismo. Lo único
incontestable es que nos fumamos el que debía ser el último cigarrillo de
nuestra vida.
Cuando
el otro día me desperté por la falta de sueño, recuerdo que también había
soñado con el dolor de la separación. Mi amigo, no recuerdo ni fechas ni nada
más, se fue al extranjero. Sí recuerdo ahora despierto, y porque está en mis
notas, el convencimiento de que nuca más nos volveríamos a ver. La vida ha desmentido ese pronóstico. Seguimos siendo
amigos, por supuesto, y viéndonos
cincuenta y seis años después; cuando hacemos por vernos, porque vivimos en
ciudades diferentes, la conversación fluye como si nos viéramos todos los días.
Todo, entre nosotros, empezó en el invierno de mil novecientos cincuenta y tres.
Éramos alumnos de primero de bachillerato, con solo diez años a cuestas. Siete años después, tras
concluir los estudios de bachillerato (el último curso se llamaba
Preuniversitario; no hay duda de que el sistema escolar era finalista: la Universidad),
pesco en el saco del olvido una larga conversación en la calle, cerca de casa
de mis padres, hasta más de las once de la noche. Cuando subí a casa, mis
padres, no mis hermanos, me preguntaron qué había pasado; que he estado
hablando con mi amigo NN, aporté como excusa verdadera, que resultó ser válida
para mi asombro. Nadie dijo nada, y lo dieron por causa más que suficiente de
mi gran retraso a la hora de la cena familiar.
En
mis notas de cuando el otro día me desperté por la falta de sueño, pasando folios, y dando un salto en el tiempo brutal, sin
aparente conexión –así son los sueños- aparece: “en mil novecientos ochenta y
cinco, en noviembre, murió otro amigo del alma”. Creo que era “el” otro amigo;
he tenido, y tengo más amigos, sí, pero el cerebro (antes decíamos el corazón)
me confirma que estos dos, los citados hasta ahora, son amigos del alma. Confieso,
ya despierto, que el del cigarrillo, y éste que murió hace ya treinta y dos
años, siguen siendo “mis” amigos.
Nunca
he tenido la sensación de haberle perdido; al contrario sigo disfrutando de su
amistad; aunque, es verdad, es ya una amistad de recuerdos, pero siguen vivos,
incluso el amor que todos los días devuelvo a la vida. Recuerdo con toda
lucidez el sábado que fui a verle, ya enfermo, con el encargo de su mujer, gran amiga en mi vida, de, sin decirle que se
iba a morir, hacerle ver que era conveniente arreglar papeles. Recuerdo que no
tenía ni idea de por dónde orientar mi discurso. Me presenté en su casa, a la
hora acordada con su mujer, que se fue
con los niños, para dejarnos solos. Mi amigo se levantó del sillón nada más oír
que se cerraba la puerta de la casa, apoyado en su bastón que, por cierto, manejaba
con la elegancia que su debilidad le permitía, y de pie, de forma solemne, me dijo: “Eduardo, no volveremos a hablar de
esto nunca más. No tengo una gripe; todos los papeles están en regla y muy
claros; ¿quieres una cerveza?”. Nunca más en las pocas semanas que
transcurrieron hasta su fallecimiento, volvimos a hablar del tema. Cuando la
vida me ha presentado algún momento difícil o difuso, siempre me viene a la
mente la escena que acabo de relatar; la entereza de mi amigo que sabe que se
muere –realidad nunca presente en su casa-, y consigue que la vida familiar (yo
iba todas las tardes a verle al salir del trabajo) y el final de la suya, sea
tranquila y lo más feliz posible para todos.
Repaso
mis notas de un vistazo; mi sueño de hace unas semanas, no fue un sueño; fue un
montaje inconexo de algunos retazos de mi vida, que está permitiendo organizar
mi historia personal y, de paso, recomponer –y esto es estupendo- la imagen de
mí mismo. El vistazo a las notas, y a lo que ya tengo escrito, es evidente, me
obliga a desvelar –y revelarme a mí mismo- trozos de vida de otras personas, a
las que nunca traeré a este relato por su nombre.
Unos
garabatos en los folios que contienen
las rápidas notas sobre lo soñado hace unas semanas, también recogen un anhelo
personal. La verdad es que estoy en ello, sin prisas, sin esfuerzos innecesarios.
Apareció en mis sueños porque es algo en lo que estoy inmerso desde hace meses,
y a ratos, sobre todo cuando doy paseos acompañado de mis recuerdos y de mis ilusiones presentes, le dedico tiempo y algo
de cerebro. Pretendo desentenderme de todos los prejuicios intelectuales,
ideológicos, sociales, económicos, políticos, etc., que anidan en mi cerebro y
en mis huesos. Nunca he querido pertenecer a ninguna institución; ni religiosa,
porque la abandoné, a la vez que dejé atrás todas las creencias religiosas que
pude; ni social, ni política, porque todas ellas imponen un camino dogmático
para reconstruir marcos ideológicos, baremos de valoración de las personas y de
la vida, y también, como toda institución bien concebida, crean la categoría de
“hereje”, que es la forma de asentar, afianzar y demás una institución, y por
ello construir una sólida y no discutida ideología. Anhelo verme libre de
prejuicios, y como sé que es prácticamente imposible, peleo por ir dejando de
uno en uno cada vez que me sobresalto usándolos para entender una situación o
un hecho, las conductas de personas o de instituciones, los hechos que se
promulgan en los medios de comunicación –algunas veces, a siete columnas, los
proclaman con una vigencia de dos o tres días-. Anhelo ser libre de las
ataduras mentales que el arrastre de la propia vida ha ido creando en mí,
porque resultan cómodas para navegar por la vida, intentando desviar todo
aquello que pueda rozar o arañar siquiera el rincón vital que me he ido
creando. Ser libre de verdad. Sé que es un sueño, pero a veces algunos sueños
acaban siendo reales, tocables y disfrutables.
Cuando
hace días la falta de sueño me despertó, y los garabatos de esos pocos folios
constatan, recuerdo, unas semanas después, muchas cosas. Algunas de ellas no
están en los folios de marras, porque el juego de ir sacando hechos y personas
del saco del olvido, como si fuera metiendo la mano y, sin mirar, solo con la
mano diestra, sacar alguna pieza olvidada, es divertido. También he comprobado
que muchas sacadas de mano son hasta
peligrosas, porque aparecen los fantasmas de lo que siempre desee que no hubiera ocurrido; el peligro de revivir la
vergüenza del error público, el dolor de haber decidido injustamente, lo que
callé cuando debía hablar, lo que desvelé perjudicando a otros, lo que no me
decidí a hacer por –creía entonces- buscar lo mejor en vez de solo lo posible,
encontrar vericuetos legales que permitían enmendar la realidad. Mi dosis de
orgullo no llega hasta la impudicia de publicar mis miserias, y no lo voy a
hacer; entre otras muchas más razones que puedo encontrar o inventar, porque ya
no serviría de nada; mejor que se queden en el olvido, y así no hacen daño a
nadie.
Al
cierre. Necesito rememorar unos hechos que fueron públicos, y que hoy –estoy
seguro- todos los actores y espectadores de entonces han olvidado por inanes;
para mí representaron mucho, y me han dado, en mi vida posterior, medida de
algunas conductas públicas. Ya sé que generalizar lo singular, y casi seguro
único, es una barbaridad. Pero lo resumo y que cada lector lo entienda como
quiera.
Cuando
hace días la falta de sueño me despertó, con letras apresuradas, de tamaño más
grande que otras, reseñé en los folios de marras unos cuantos datos de una
sesión del Consejo de Centro del Colegio que dirigía. Era el último jueves del
mes de mayo, (el lunes siguiente yo ya no sería el Director) y por ello
Presidente del Consejo de Centro. Tema único en el orden del día: juzgar los
dibujos de un alumno de los mayores, y sancionar conforme al sistema
disciplinar vigente. No era necesario preguntar; la sanción que le iba a caer
encima al alumno era la máxima. Pedí la palabra y rogué a todos los miembros de
ese Consejo (padres y madres de alumnos, profesores, un miembro del Consejo de
administración, el Director del Colegio, alumnos) que, teniendo en cuenta las
fechas, la edad del alumno, etc., que yo me jubilaba el lunes siguiente, el
sincero arrepentimiento del alumno (que no el de su padre), era una ocasión
propicia para pasando por encima de la justa equidad, concediéramos el perdón
haciendo uso de toda la magnanimidad de la que somos capaces las personas. Ante
las caras que vi, expliqué qué virtud era la magnanimidad y que virtualidades
desarrolla, o puede desarrollar. Inútil; fueron implacables: la ley. Nunca en
la vida me he sentido más inerme e inútil. Cada día que ha pasado, años, desde
entonces, sigo pensando que las leyes están para que podamos convivir en paz y
con respeto mutuo, y nunca, en su aplicación, deberían aparejar humillación
alguna para nadie. Borrar todo resto de humillación en la justicia, y en las
sentencias judiciales que las hacen aplicar en último término a quienes no lo
hacen voluntariamente, fue, no sé cuándo, un gran progreso en la administración
de la justicia: no humillar al culpable. No sé si es posible llegar a una
sociedad justa, pero seguro que sí es posible alcanzar y mantener viva una
sociedad que no humilla a sus ciudadanos.
Los
folios de marras guardan bastantes más hechos, dichos y demás que el viento del
olvido se llevó y guardó en un saco. Pero ese saco es mío, y me lo quedo. Aquí
pongo punto final a los sueños de una noche de hace semanas; semanas que he necesitado
para recomponer estas líneas.
Madrid, 9 de noviembre, 2017
Madrid, 9 de noviembre, 2017
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