Fenomenología del vigésimo cuarto sueño.
1.Encuadre y encaje.
La
reconstrucción de este sueño no necesita ningún marco ni referencia. En todo
caso se puede recurrir a:
· Nada. Terrible palabra –buena novela-, que de alguna
manera resume el sueño.
2.Fenomenología del vigésimo cuarto
sueño.
Había
quedado en una cafetería con un amigo al que hacía mucho tiempo que no veía. Llegué
a la hora, y él se retrasó; estaba incómodo, tanto, que me di unas vueltas en
la cama algo más allá que en una duermevela; al poco, estaba de nuevo en la
misma cafetería, y seguía solo. Fue un instante, como cuando la proyección se
corta, y la pantalla queda en blanco.
Sin
discontinuidad, recuerdo que a la vez apareció mi amigo sentado en la silla de
enfrente, como por ensalmo. No me dio ocasión para ir más allá de un saludo
ritual; comenzó a hablar casi sin respirar. Tenía necesidad de, casi, bramarlo,
pensé cuando ya llevaba un rato hablando –eso creo recordar- y yo no había tenido
ocasión más que de intervenir con los ojos,
que me sirvieron para mostrar admiración, miedo, alegría, rechazo y
asentimiento o no, a todo el borbotón de su narración.
Cuando
reposó el ritmo de su narración, caí en la cuenta de que se refería a hechos reales que había recogido con rabia y
con cariño en las calles. Me tranquilicé, y pude entender lo que me había
contado, a la vez que guardaba en la memoria lo que me estaba diciendo.
Recuerdo que fue un esfuerzo de atención y de reconstrucción muy fuerte;
incluso conseguí que me dejara hablar, y le pedí algunos datos de lo escuchado
que había perdido. En algún momento pude intervenir para preguntar por su
familia y otras cosas; o respondía con pocas palabras, o ignoraba mi
intervención. De lo que no voy a ser capaz es de reconstruir todo lo que me contó,
ni por supuesto en el mismo orden, aunque mi narración del sueño pueda llevar a
engaño, porque no sé escribirla sin un orden. A ello voy.
Me
contó que un día, sin precisar, iba camino de una oficina de la administración,
y vio a una mujer, que estaba siempre que pasaba por esa calle, sentada y
pidiendo limosna, y a un hombre con bastantes años que le estaba hablando. Al
pasar junto a ellos, oyó con claridad, porque aflojó el paso, que el hombre
entrado en años le explicaba que él, en vez de pedir limosna, paseaba entre los
coches aparcados recogiendo las monedas que a bastantes conductores –unos días
con más suerte que otros- se les caían al suelo al bajar del coche.
Añadió
que en ese mismo trecho de acera, unos treinta metros más abajo, hay otra
señora que, de pie y mirando a cada transeúnte a la cara, dice con un tono de
voz normal: “Deme algo, por favor”. Se trata, dijo, de una señora mayor, más
bien gruesa, vestida de negro riguroso, que se aposta en una de las entradas de
un mercado municipal.
La
mujer a la que se dirigía el hombre mayor que pasea entre los coches aparcados,
precisa mi amigo que suele estar sentada sobre sus talones, pero no recuerda
con que frases pide limosna.
Saltando
de escenario, y con los ojos casi saltones, me sigue contando que en una zona
cerca de su casa suele haber un grupo de hombres cuya nacionalidad desconoce,
que se turnan para sentarse a la puerta de un supermercado y extender la mano a
los que entran a comprar; cuando desaparecen todos los oficinistas y colegiales
que inundan el barrio, me insiste, entre las once y las doce de la mañana, se
sientan en el bordillo de un parterre, y se comen bocadillos y beben bebidas no alcohólicas. Hablan mucho, casi
siempre todos a la vez. Parecen tranquilos, me aclara, y conformes. Conformes,
¿con qué o quién?, le pregunto; lo ignora, y nunca se la ha ocurrido pensarlo,
pero cree que tienen actitudes de conformidad.
En
el mismo barrio, pero alrededor de otro supermercado, una señora de unos
cuarenta años, ronda la zona interpelando a los viandantes, seguramente
elegidos porque a él ya no se le acerca, para pedirles una ayuda en dinero o en
comida comprada en el supermercado.
Se
refirió, no recuerdo en qué momento de su narración, a una pareja de señores
mayores que, situados en uno de los pasillos de AZCA que llevan al centro
comercial, amenizan a las pocas personas que pasan por su ámbito sonoro, interpretando
piezas de música clásica; uno, sentado en una silla plegable, toca el acordeón,
y el otro, de pie, al violín. Delante de ambos, en el suelo está el estuche del
violín para recoger las monedas que algunos dejan caer sin pararse; alguna vez,
me dice asombrado, ha visto algún billete en ese estuche.
No
recuerdo que en la cafetería soñada hubiera más gente, y no puedo identificar
ahora, despierto, si algún camarero nos sirvió los cafés con leche, pero sí me quedan en la memoria
ruidos y voces. No lo puedo recordar, creo, porque la realidad que mi amigo me
echó a la cara era tan dura, que no me quedaron ni ojos ni mente para atender a
nada más.
Lo
primero que recordé al despertarme fue la desazón -¿solo?- que me invadía, sí,
pero sobre todo las ganas que, durante toda la especial conversación, tenía de
que dejara de poner encima de la mesa, casi de forma explosiva, pobres y
pobrezas, para introducir alguna reflexión social, ética o algo parecido; un
lenitivo que aliviara el dolor y justificara la inmoralidad de no verlo, de no
hacer nada por levantar a estas personas hasta la dignidad, y que olviden ya la humillación diaria.
¡Nada!
¡Eh!.
Madrid,
12 de diciembre, 2017.
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