Fenomenología del decimosexto sueño.
1. Encuadre y encaje.
* Para el dios, todo es bello, y
bueno y justo, los hombres, por el contrario, tienen unas cosas por justas y
otras por injustas.
(Heráclito, citado por Campbell, El héroe de las mil caras,
FCE, México, 1959, (13ª impresión, 2011), pág. 47).
*Mara entonces envió a sus hijas
Deseo, Anhelo y Lujuria, rodeadas de voluptuosos servidores.
(Campbell, id., pág. 37. Se refiere a Kama-Mara, el dios del amor y de
la muerte, que aparece en el viaje de Gautama Buddha, el Gran Ser).
2. Fenomenología del sueño.
La sala era descomunal. Con dificultad mis ojos
vislumbraban el final del suelo, e imaginaban una pared al fondo; levanté la
cabeza para comprobar la altura del techo y, ni forzando los párpados, pude
medir aproximadamente la altura. Penumbra; no supe nunca, a lo largo del sueño,
dónde se escondía el foco de luz, que irradiaba en toda la sala por igual;
penumbra, como la luz de los vagones de tren antiguos que disponían de una luz
tenue para que los pasajeros del compartimento pudieran echarse un sueñecito.
En un rincón, en
cuclillas y apoyada la espalda en el ángulo de las dos paredes, me
identifiqué a mí mismo, como si me viera desde fuera de mí. Respiraba con
dificultad, y, a la vez, deseaba con ardor, con vehemencia, la presencia de
alguien en la sala. El saberme y verme solo alentaba mi esperanza de que
apareciera alguien; alguno o alguna, no me importaba en ese momento, a quien
mirar para dejarme de verme a mí mismo;
me repugnaba mirarme desde fuera, porque esa situación me acercaba, creía yo, a
la muerte. ¿Me estaba muriendo y estaba solo? ¿Me había muerto ya y por eso
estaba solo? ¿La sala era la nada, y yo mismo era solo un recuerdo?
La vacía situación impedía que sintiera el paso del
tiempo. No existía el tiempo, ¿o sí, y era tan lento como la muerte? Anhelaba
abandonar mi soledad, mi vacío –porque me veía desde fuera-; algún ruido tenue
y lejano alentaba mi esperanza, porque si podía esperar, no estaba muerto.
Deseaba vivir, a la vez que estaba viviendo la muerte. ¿Morirse es estar solo?
¿Morirse es no saber dónde estás? ¿Morirse es saborear deseos que sabes que no
se van a cumplir nunca? ¿Morirse es no tener luz? ¿Morirse es alentar, avivar,
la vida, cuando estás viendo que se oscurece?
Alargué mis brazos para tocarme apoyado en la pared,
y no había nada. ¿Qué era lo real? ¿Lo que veía apoyado en la esquina de las
dos paredes? ¿Lo real, mi ser real, era el que veía y alargaba los brazos? Dos
golpes sobre algo de madera hueca sonaron a mis espaldas. Me volví, y no vi
nada; con la cabeza gacha, la giré hacia el despojo de mí mismo que estaba en
la pared, pero ya no estaba; estaba todavía más solo. No, pensé, porque he
oído, cierto, dos golpes, y alguien tiene que haberlos dado, no han sido pura
imaginación avivada por la soledad y el deseo, el anhelo de no estar solo.
Puesto que estaba solo podía darme un paseo por la
sala. Me levanté, y caminé en diagonal, eso creía, hacia el ángulo opuesto.
Cuando alcancé el centro de la sala, según mis mediciones, me senté en el
suelo; no había encontrado ningún mueble, no había nada. Al rato, me acosté
mirando hacia arriba, y no pude distinguir el techo, pero fijé mi mirada en la
nada que estaba encima de mí. No puedo decir el tiempo que estuve así, porque
el recuerdo de los sueños no guardan tiempos, ni el paso del tiempo; siempre
son acciones más o menos conexas o inconexas. Recuerdo las conductas, algunas
sensaciones que no creo que sean originales del sueño, sino creadas por mí ya
despierto. No hay tiempo en los sueños, solo sucesión de hechos. Me incorporé,
porque el suelo estaba duro.
Mirando a lo que yo suponía que era el frente, y,
por tanto, debía haber una pared que no distinguía. A través de la penumbra,
que creaba una atmósfera nebulosa, empecé a leer unas palabras cuyas letras brillaban,
pero no iluminaban. Una vez terminada la tarea de la aparición de cada letra y
cada palabra, pude leer: La Paz Perpetua,
me dicen, no es cambiar de amo, es dejar de ser perro. Ininteligible, pero
ahí se quedó la frase. Me volví a tumbar, por cambiar de posición, e intentar
meditar el sentido de la frase leída. Miraba hacia lo que debía ser el techo,
aunque no lo veía. Al momento, o mucho después, no recuerdo, se abrió el techo,
porque entro un rayo de luz muy fuerte que me enfocó, pero no se proyectaba
sombra alguna. Junto con el halo de luz bajaba, pero muy despacio, un
armatoste; sin ruido, en un silencio que me gritaba en los oídos.
Cuando el armatoste aterrizó a mi lado, se abrió una
puerta y salieron tres ¿mujeres? ¿tres diosas? ¿desnudas? ¿caminando?
¿cimbreándose? ¿bailando? ¿insinuándose? Mucho más, se ¡exhibían! Ni me inmuté;
¿para qué?, estaba escondido en su belleza y en sus lúbricos movimientos. Me
queda el recuerdo de un placer análogo a enfangarse de sentimientos atendiendo
al Requiem de Mozart, bebiéndose con
la vista el mar embravecido, recordando los mejores recuerdos de amor y sexo.
Qué ocurrió con ellas presentes, no lo voy a transcribir; porque recuerdo poco,
y eso poco es conocido por todos, y aquellos que no lo conocen no lo
entenderían, y juzgarían, como hombre y mujeres que son, que no era justo, que
era malo. Pero yo sé que para los dioses todo es bueno, bello y justo. Sí
puedo, y quizás debo, recordar a todos que el deseo erótico, mientras estás
vivo, nunca se echa de menos; estaba vivo, ya era mucho saber; que el deseo
erótico se acerca muchísimo al libertinaje, no a la libertad; que el deseo
erótico casi siempre va envuelto en voluptuosidad. Estas tres mujeres o diosas
me dejaron, cuando se esfumaron de la pantalla, el lujo del exceso voluptuoso.
En estas estaba, muy a gusto en el intemporal
sentimiento erótico, cuando se abrió una puerta en el ángulo opuesto al que
estuve sentado mirándome desde fuera. Me levanté para dirigirme hacia esa
puerta abierta. Llegué a ella, pero la luz que entraba me impedía distinguir
hacía qué mundo se abría. Cerré los ojos, y los abrí poco a poco, intentando
acomodarlos a la luz que entraba por la puerta. Por fin vi qué era; estaba a
punto de incluirme en la riada de gente que, con paso firme, pasaba por la
acera y el jardín que hay delante del portal de mi casa. Me toqué todo el
cuerpo con las manos, y comprobé que iba vestido con un abrigo –hacía frío-,
chaqueta, corbata, pantalón, zapatos, una bufanda, etc. Estaba en condiciones
de irme a trabajar, como todas las mañanas. Como todas las mañana no, porque
seguía rumiando lo cerca que había estado de la muerte, porque seguía rumiando –y
creyendo- que las tres diosas, o mujeres, me resucitaron a la vida.
3.
Interpretación del sueño.
En el futuro suprimiré este apartado. Que cada lector,
y yo mismo cada vez que vuelva a leer el sueño, lo interprete como quiera.
Madrid, 22 de enero de 2016.