viernes, 9 de septiembre de 2016

Interludio (b)

"Al final, Karim cerró el libro y se acostó a su lado.

Cuando la cubrió de besos, Aída se sujetó a sus vigorosos brazos y una corriente la invadió, fría y caliente, enérgica y suave; cerró los ojos y vio puntitos de colores en un firmamento oscuro. Reía, sudaba y flotaba sobre el mundo. Karim acariciaba su piel.

Relajada y satisfecha, Aída yacía a su lado.

- Me estoy haciendo tan viejo que mi voluntad y mi deseo a veces no alcanzan al cansado caballero que llevo entre las piernas. Cuelga de mi como un pedazo de carne floja, mientras yo me muero de deseo -dijo Karim entristecido.

- ¿Por qué estás insatisfecho? Ha sido muy bonito -protestó ella, apoyando su cabeza en su velludo pecho.

- Siempre es bonito. Aunque sea acompañarte en tu vuelo, ver cómo te transformas en una chica joven. Deseaba penetrarte, pero el colgajo de entre las piernas no opina lo mismo que yo; por lo visto, se ha retirado a la vida tranquila.

- El juego del amor no tiene que realizarse siempre con eso tieso -objetó Aída, dándole un tierno empujoncito en el costado.

- Pues sí, para los hombres sí, y ese es nuestro defecto. En el más allá me gustaría señalarle al Señor del universo ese fallo de construcción. En cambio, a vosotras, las mujeres, os ha concedido su gracia. Vosotras siempre podéis. Nosotros no, mala suerte. Es raro, pero hasta ahora no había no había deseado que la vida empezara al revés, que uno naciera siendo un vejestorio y con los años y la experiencia fuera rejuveneciendo.

Aída se rió de esa extraña idea; viejos con barba gateando con un chupete en la boca.

- Pero hay remedios -dijo ella.

- Sí, pero yo no quiero recurrir a ellos. No quiero que esos remedios duerman contigo, me pondría celoso -respondió, riéndose de su propia ocurrencia-. Pero me doy cuenta de que, cuanto más viejo me hago, mayores son las pérdidas. Ya me han dejado muchos amigos y parientes. También cosas que una vez me resultaban importantes y preciadas pierden su valor. Ahora se despiden sin ceremonias mis fuerzas y habilidades. Es triste, pero es así..."

Estos párrafos los he copiado de la novela de Rafik Schami, Sofía o el origen de todas las historias, Salamandra, Narrativa, Barcelona, 2016, págs. 393 y 394.  Novela recomendable; la narración va desde el verano de 2006 hasta el 9 de enero de 2011. No aparece para nada la guerra de Siria, pero sí da mucha claves para entender lo que está pasando; además tiene una buena trama y está, en este caso, bien traducida. Los párrafos elegidos no son un sueño, por eso los he transcrito como un "interludio", el (b), que, además, explican algunos aspectos de mi primer sueño.




miércoles, 24 de agosto de 2016

Fenomenología del décimo octavo sueño


Fenomenología del décimo octavo sueño.

1. Encuadre y encaje.

La aurora y la salida del sol desde el cabo de La Nao. Una madrugada cualquiera del mes de agosto.

2. Fenomenología del décimo octavo sueño.

La sala, iluminada por una luz de emergencia, debe tener unos tres metros de alta y más de veinte de larga; no veo el fondo; encima de mi cabeza un entramado de vigas sustentadas por columnas adosadas a las paredes. De repente, con sobresalto incluido, unos potentes rayos de luz se cuelan por las rendijas que hay en el techo; concentro la mirada en una de esas rendijas, y es más grande de lo que la luz que se cuela por ella me deja entrever.

Uno de esos haces de luz potente se apaga. No, solo ha sido tapado un tramo pequeño de la rendija; no sé qué es lo que lo ha tapado. Oigo ruidos a lo largo y a lo ancho del techo, y esos mismos ruidos coinciden con apagones intermitentes de tramos diferentes de los haces de luz que se cuelan, ahora sí los identifico, por innumerables rendijas.

Al cabo de un rato los ruidos se acompasan lentamente, y el juego de los haces de luz se asemejan a distintas frecuencias de encendido y apagado; como si tuviera sobre mi cabeza innumerables faros diminutos; unos a lo ancho del techo y otros a lo largo de cada rendija. Por una de esas rendijas se cuela lo que inicialmente identifico como un trozo de un palitroque; me acerco a esa rendija y, al salir el palo de la misma, veo un tacón de zapato de una pierna de mujer. Los ruidos agudos son pasos de mujeres, y los más sonoros y graves son pasos de zapatos de hombre con tacones recios. Paseo por la sala, que ahora distingo mejor, y apenas veo la luz de emergencia que sigue encendida. Lo que estoy oyendo son los pasos de varias mujeres y hombres; en una esquina del techo oigo teclear una máquina de escribir.

Distingo en el fondo de la sala un montón de muebles amontonados. Sigo oyendo los ruidos y viendo los haces de luz, que a veces cambian de color y de intensidad. En uno de esos momentos de menor intensidad de las luces, oigo, además de los pasos, voces que me llegan a borbotones, sin que pueda distinguir más que su cantidad. En el fondo, al lado de los montones de muebles y trastos, encuentro una estrecha y empinada escalerita de hierro, hierro frío; me encaramo a ella y veo en el techo una trampilla, por cuyos cuatro lados se cuela la luz; mis ojos dan con el cierre y las bisagras. Empujo hacia abajo la trampilla, pero no cede; pruebo a empujar hacia arriba y cede la el resbalón de la cerradura; entreveo por la abertura que he conseguido, porque pesa mucho, piernas de hombres y de mujeres.

Dejo caer rápido la trampilla porque se acercan unos pies de hombre. Estoy debajo del entarimado de un escenario. Estoy en el foso de un escenario; busco por el suelo si hay alguna trampilla, y la encuentro; da paso al contrafoso, lleno de trastos. Me vuelvo a la escalera que da al escenario, y entreabro la trampilla. No oigo más que los pasos; otra vez se ha hecho el silencio,  y solo oigo los pasos y las teclas de la máquina de escribir. Aguzo mi oído en el ruido de las teclas; distingo el ruido del tambor al estirar un folio de papel, que se repite tras unos minutos de  ruido de las teclas; no he contado los folios que sacan de la máquina, pero seguro que son más de cinco.

Cesan los pasos y el teclear. En el silencio, se oye el pasar de los papeles de mano en mano; nadie habla, nadie ha hablado hasta el momento. Imagino que están leyendo los papeles. Nadie dice nada; al cabo de un rato alguien rasga los folios y pone en marcha una máquina; levanto la trampilla y confirmo que es una trituradora de papel. Todos conocen lo escrito; nadie ha dicho nada en las horas que llevo encerrado debajo del escenario; han destruido a conciencia ese documento. Un teatro sin palabras. No alcanzo a ver si existe o no el patio de butacas; un teatro sin público. El contenido del documento que ha circulado entre los actores se ha convertido en un secreto; ni siquiera existe el documento.

Alzo un poco más la trampilla y veo, en el centro del escenario, una gran mesa, y alrededor más de una veintena de butacas con ruedas. El ruido de esas ruedas lo he fundido con el de los pasos. Por primera vez oigo hablar a uno de los actores, y no consigo distinguir lo que dice porque al terminar la primera frase, todos los demás se alteran y hablan a la vez; confusión. Dejo caer la trampilla y ando hacia el extremo desde el que una actriz empieza a decir, sí, a decir, porque está repitiendo algo aprendido de memoria, no es una buena actriz. Cuando no ha dicho ni tres frases de lo aprendido, todos los demás repiten la escena, y surge de nuevo la confusión. Esta escena de la obra se repite  con muchos de los personajes; son muchos, en poco tiempo, los que intentan decir su discurso aprendido, pero no les dejan avanzar los demás. No sé de qué hablan.

Se hace el silencio total. Un ruido continuo y mecánico; abro la trampilla una vez más; está cayendo el telón. No hay aplausos; nadie habla; todos los de la escena se van por el foro, y cada uno se lleva su secreto. No sé lo que ha pasado en el escenario.

Al despertarme, lo primero que me viene a la memoria es mi curiosidad por conocer el contenido del documento, porque las palabras que puedo recordar de las intervenciones individuales, antes de la confusión, no coinciden en ninguno de los parlamentos iniciados y que yo soy capaz de recordar. Solo han leído un mismo documento, es lo único que ha ocurrido, de verdad, en la escena; tampoco me consta quién lo dictó o lo escribió.

El disco rojo del sol está en el horizonte. La luz que ha ido iluminado el mar y la tierra, ha encendido los recuerdos del sueño de esa noche. Estoy de pie, batido por el viento, en el punto de la península que primero ve el sol cada mañana.

Madrid, 24 de agosto de 2016.





viernes, 20 de mayo de 2016

Fenomenología del décimo séptimo sueño.

Fenomenología del décimo séptimo sueño.

1. Encuadre y encaje.
El Libro de Daniel. Historia de la casta Susana y el juicio de Daniel.
• El nivel de democracia de una nación, hoy, se mide por la independencia y actividad de la justicia.
• (…) porque a todo el que tiene le será dado, y tendrá en abundancia; pero el que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. (Mateo, 25, 14-30).

2. Fenomenología del sueño.
Profundamente dormido. Es el primer recuerdo que me viene a la memoria del sueño de esta noche, junto con retazos de lo soñado. ¿Cómo y por qué recuerdo, junto con partes del sueño, haberlo tenido mientras dormía profundamente? ¿He soñado que dormía profundamente? Estoy seguro de que he dormido, porque cuando me he despertado entraba el sol por una rendija de la persiana.

Lo cierto es que he soñado ver en una multipantalla el devenir de los numerosos casos de corrupción entre los que nos vemos enredados todos los días; recuerdo haber sentido, en el sueño, la sensación de que iba apartando con los pies miles, quizás millones, de legajos, al igual que apartamos hojas de los árboles que el otoño ha dejado caer al suelo.  En el rincón de la esquina de debajo de la pantalla, a la izquierda, recuerdo haber asistido a vistas públicas de asuntos penales que no versaban por ninguna corrupción; eran asuntos penales de menor importancia, pero penados en el Código muy fuertemente. Seguramente por herencia del derecho romano y la codificación napoleónica, en cuyos entresijos se defendía, sobre todo, la propiedad privada (sacrosanta, para algunos); asuntos en los que el propietario era el demandante, perfectamente identificado por su aspecto físico y por su talante, sentado en el lado de la acusación; el acusado, triste y cabizbajo estaba pensando que en la cárcel comería todos los días y dormiría en una cama.

Seguir alguno de los asuntos que la multipantalla presentaba, imposible; porque el ir y venir de todas las partes implicadas era continuo; coches que se acercaban al juzgado, personas que entraban y  salían con papeles en la mano, fajos de papeles. En ningún otro rincón de la multipantalla se asistía a una vista en regla y forma. En alguna de las pantallas era evidente el interés en fijar el paso del tiempo; recurrían a formas muy antiguas que el cine ya había abandonado: figurar el correr de los años resaltando los numerales de los mismos. No era posible  enterarse con certeza de los asuntos reales que  se investigaba en cada jugado de instrucción. Pasaban los años, y no se acababa la instrucción de ninguno. La incomprensión de lo que aparecía en pantallas era algo que no ocurría por casualidad; era una forma de desdibujar la realidad.

Para unos la justicia actuaba con celeridad, resolvía en pocas sesiones públicas, se fallaban las sentencias en plazos muy breves, y el cumplimiento de las mismas era, en la pantalla, inmediato. El peso de la justicia. Para la mayoría  de los otros asuntos, los de corrupción política y financiera, el avance era lento, con muchos meandros naturales o forzados por las defensas. Creo recordar que he soñado la existencia de muchas conexiones personales, de intereses, de cercanía política entre los actores; o por lo  menos, eso deducía yo de lo que veía en las pantallas.

Me removí en la butaca, butaca de espectador, y entreví una segunda multipantalla detrás de la primera, que permitía traslucir, con algo de confusión, otras escenas fuera de los juzgados. Los actores, a simple vista eran los mismos, pero vivían días normales en cafeterías, despachos, restaurantes, coches oficiales, ascensores, paseando por grandes almacenes, esperando a alguien sentados en bancos de la calle. En la pequeña pantalla del rincón izquierdo de la multipantalla seguían los asuntos a ritmo más que frenético; robos en supermercados, rateros del metro, golpes de coches, mujeres maltratadas, despidos colectivos, recursos contra la administración por impago de pequeñas facturas, peleas callejeras, ofensas a la autoridad (la que sea), etc.

Detrás de la segunda multipantalla, una tercera rememoraba la corrupción de decenios anteriores. Y había más multipantallas, una detrás de otra. Pero la pequeña pantalla del rincón izquierdo solo permanecía encendida en la primera; esa era la actualidad. Todo lo demás iban pasando a la historia de no sé qué asuntos, porque se iban olvidando, dejando rastros cada vez más difuminados. Seguramente porque su complejidad invitaba a recorrer vericuetos reales y legales, para, al final, no llegar a ningún sitio; como mucho a algún asunto fiscal de poca monta que acababa endilgado a cualquier currante de segunda fila.

De vez en cuando, en alguna de las multipantallas que podía percibir, porque otras muchas se perdían en el sinfín del espacio, tintineaba la luz de una pantalla que, además de aumentar, permitía escuchar, aunque no entender; hablaban, sí, y yo oía las palabras diferenciadas, pero no entendía nada; era la locura de la locuacidad sin sentido. En otras ocasiones veía que los personajes movían los labios, pero no escuchaba nada, porque, seguramente, no habían dicho nunca nada. En otras ocasiones este mismo fenómeno ocurría con la pantalla del ángulo inferior izquierdo del primer panel de multipantallas; aparecía un personaje, que llenaba toda la pantalla, y soltaba unas frases memorizadas detallando lo que se debía hacer para acabar con la corrupción; pero esos discursos no se escuchaban en el resto de las pantallas, que seguían a su ritmo lento, pausado y pautado, para acabar en los papeles de las historias que ya nadie recordaría. Se olvidaban no porque pasara el tiempo, sino porque otras historias de corrupción nuevas ocupaban las pantallas de asuntos trasnochados.

Cuando me desperté esta mañana, además de lo relatado, me vinieron a la cabeza las tres citas del encuadre de este sueño. A lo largo del día, hasta que me he puesto a transcribir este sueño, han ido apareciendo en mi memoria otras muchas citas referidas a la corrupción y a la justicia. Ya despierto, creo que ambas se creen sordas, ciegas y mudas, y en eso se equivocan, porque les vemos en escena, y asistimos a las narraciones de los hechos; lo más importante, no nos dejan mudos, que es la aspiración de los corruptos y de los injustos.

Madrid, 19 de mayo de 2016.


sábado, 30 de enero de 2016

Interludio (a)

"En el lenguaje de los pigmeos de las islas Andamán, la palabra oko-jumu ("soñador", "el que habla de sueños") designa a aquellos individuos temidos y altamente respetados que se distinguen de sus iguales porque poseen talentos sobrenaturales, que solo pueden adquirirse con el trato de los espíritus, directamente en la selva, por medio de sueños  extraordinarios o por la muerte y el retorno".

(CAMPBELL, Joseph
El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito.
Fondo de Cultura Económica,
México,
Decimotercera reimpresión, 2011.
Pág. 81)

viernes, 22 de enero de 2016

Fenomenología del decimosexto sueño.



Fenomenología del decimosexto sueño.
1. Encuadre y encaje.
 * Para el dios, todo es bello, y bueno y justo, los hombres, por el contrario, tienen unas cosas por justas y otras por injustas.
(Heráclito, citado por Campbell, El héroe de las mil caras, FCE, México, 1959, (13ª impresión, 2011), pág. 47).


*Mara entonces envió a sus hijas Deseo, Anhelo y Lujuria, rodeadas de voluptuosos servidores.
(Campbell, id., pág. 37. Se refiere a Kama-Mara, el dios del amor y de la muerte, que aparece en el viaje de Gautama Buddha, el  Gran Ser).


2. Fenomenología del sueño.

La sala era descomunal. Con dificultad mis ojos vislumbraban el final del suelo, e imaginaban una pared al fondo; levanté la cabeza para comprobar la altura del techo y, ni forzando los párpados, pude medir aproximadamente la altura. Penumbra; no supe nunca, a lo largo del sueño, dónde se escondía el foco de luz, que irradiaba en toda la sala por igual; penumbra, como la luz de los vagones de tren antiguos que disponían de una luz tenue para que los pasajeros del compartimento pudieran echarse un sueñecito.

En un rincón, en  cuclillas y apoyada la espalda en el ángulo de las dos paredes, me identifiqué a mí mismo, como si me viera desde fuera de mí. Respiraba con dificultad, y, a la vez, deseaba con ardor, con vehemencia, la presencia de alguien en la sala. El saberme y verme solo alentaba mi esperanza de que apareciera alguien; alguno o alguna, no me importaba en ese momento, a quien mirar para dejarme de verme a mí  mismo; me repugnaba mirarme desde fuera, porque esa situación me acercaba, creía yo, a la muerte. ¿Me estaba muriendo y estaba solo? ¿Me había muerto ya y por eso estaba solo? ¿La sala era la nada, y yo mismo era solo un recuerdo?

La vacía situación impedía que sintiera el paso del tiempo. No existía el tiempo, ¿o sí, y era tan lento como la muerte? Anhelaba abandonar mi soledad, mi vacío –porque me veía desde fuera-; algún ruido tenue y lejano alentaba mi esperanza, porque si podía esperar, no estaba muerto. Deseaba vivir, a la vez que estaba viviendo la muerte. ¿Morirse es estar solo? ¿Morirse es no saber dónde estás? ¿Morirse es saborear deseos que sabes que no se van a cumplir nunca? ¿Morirse es no tener luz? ¿Morirse es alentar, avivar, la vida, cuando estás viendo que se oscurece?

Alargué mis brazos para tocarme apoyado en la pared, y no había nada. ¿Qué era lo real? ¿Lo que veía apoyado en la esquina de las dos paredes? ¿Lo real, mi ser real, era el que veía y alargaba los brazos? Dos golpes sobre algo de madera hueca sonaron a mis espaldas. Me volví, y no vi nada; con la cabeza gacha, la giré hacia el despojo de mí mismo que estaba en la pared, pero ya no estaba; estaba todavía más solo. No, pensé, porque he oído, cierto, dos golpes, y alguien tiene que haberlos dado, no han sido pura imaginación avivada por la soledad y el deseo, el anhelo de no estar solo.

Puesto que estaba solo podía darme un paseo por la sala. Me levanté, y caminé en diagonal, eso creía, hacia el ángulo opuesto. Cuando alcancé el centro de la sala, según mis mediciones, me senté en el suelo; no había encontrado ningún mueble, no había nada. Al rato, me acosté mirando hacia arriba, y no pude distinguir el techo, pero fijé mi mirada en la nada que estaba encima de mí. No puedo decir el tiempo que estuve así, porque el recuerdo de los sueños no guardan tiempos, ni el paso del tiempo; siempre son acciones más o menos conexas o inconexas. Recuerdo las conductas, algunas sensaciones que no creo que sean originales del sueño, sino creadas por mí ya despierto. No hay tiempo en los sueños, solo sucesión de hechos. Me incorporé, porque el suelo estaba duro.

Mirando a lo que yo suponía que era el frente, y, por tanto, debía haber una pared que no distinguía. A través de la penumbra, que creaba una atmósfera nebulosa, empecé a leer unas palabras cuyas letras brillaban, pero no iluminaban. Una vez terminada la tarea de la aparición de cada letra y cada palabra, pude leer: La Paz Perpetua, me dicen, no es cambiar de amo, es dejar de ser perro. Ininteligible, pero ahí se quedó la frase. Me volví a tumbar, por cambiar de posición, e intentar meditar el sentido de la frase leída. Miraba hacia lo que debía ser el techo, aunque no lo veía. Al momento, o mucho después, no recuerdo, se abrió el techo, porque entro un rayo de luz muy fuerte que me enfocó, pero no se proyectaba sombra alguna. Junto con el halo de luz bajaba, pero muy despacio, un armatoste; sin ruido, en un silencio que me gritaba en los oídos.

Cuando el armatoste aterrizó a mi lado, se abrió una puerta y salieron tres ¿mujeres? ¿tres diosas? ¿desnudas? ¿caminando? ¿cimbreándose? ¿bailando? ¿insinuándose? Mucho más, se ¡exhibían! Ni me inmuté; ¿para qué?, estaba escondido en su belleza y en sus lúbricos movimientos. Me queda el recuerdo de un placer análogo a enfangarse de sentimientos atendiendo al Requiem de Mozart, bebiéndose con la vista el mar embravecido, recordando los mejores recuerdos de amor y sexo. Qué ocurrió con ellas presentes, no lo voy a transcribir; porque recuerdo poco, y eso poco es conocido por todos, y aquellos que no lo conocen no lo entenderían, y juzgarían, como hombre y mujeres que son, que no era justo, que era malo. Pero yo sé que para los dioses todo es bueno, bello y justo. Sí puedo, y quizás debo, recordar a todos que el deseo erótico, mientras estás vivo, nunca se echa de menos; estaba vivo, ya era mucho saber; que el deseo erótico se acerca muchísimo al libertinaje, no a la libertad; que el deseo erótico casi siempre va envuelto en voluptuosidad. Estas tres mujeres o diosas me dejaron, cuando se esfumaron de la pantalla, el lujo del exceso voluptuoso.

En estas estaba, muy a gusto en el intemporal sentimiento erótico, cuando se abrió una puerta en el ángulo opuesto al que estuve sentado mirándome desde fuera. Me levanté para dirigirme hacia esa puerta abierta. Llegué a ella, pero la luz que entraba me impedía distinguir hacía qué mundo se abría. Cerré los ojos, y los abrí poco a poco, intentando acomodarlos a la luz que entraba por la puerta. Por fin vi qué era; estaba a punto de incluirme en la riada de gente que, con paso firme, pasaba por la acera y el jardín que hay delante del portal de mi casa. Me toqué todo el cuerpo con las manos, y comprobé que iba vestido con un abrigo –hacía frío-, chaqueta, corbata, pantalón, zapatos, una bufanda, etc. Estaba en condiciones de irme a trabajar, como todas las mañanas. Como todas las mañana no, porque seguía rumiando lo cerca que había estado de la muerte, porque seguía rumiando –y creyendo- que las tres diosas, o mujeres, me resucitaron a la vida.

3. Interpretación del sueño.
En el futuro suprimiré este apartado. Que cada lector, y yo mismo cada vez que vuelva a leer el sueño, lo interprete como quiera.

Madrid, 22 de enero de 2016.