13.Fenomenología del decimotercer
sueño.
1. Encuadre y encaje.
● Todos los
recuerdos de la “vida conventual”. ¿También las lecturas sobre la vida conventual (“La religiosa”, de
Diderot, "La Mandrágora" de Maquiavelo)?
● Los sueños “resetean” la información guardada
en el cerebro, la ajustan a nuestros sentimientos y a nuestra propia imagen, a
nuestra autoconciencia personal.
2. Fenomenología del decimotercer sueño.
Cualquier capilla conventual. No recuerdo, ahora, ya
despierto, la que apareció en mi sueño de todas las que conozco, y conozco unas
pocas; pero puedo apostar, por el olor a rancio, por la de la casa de los
PP.JJ. de Aranjuez; antes palacio del marido morganático de Isabel II de
Castilla, reina de Navarra (hasta 1841, fecha en la que Navarra pasa a ser un
provincia foral) y señora del País Vasco, y en la actualidad residencia de
ancianos de la Comunidad “Autónoma” de Madrid. También, creo recordar, fue sede
del estado mayor de un cuerpo de ejército del bando nacional republicano,
titular legítimo del poder político; contaban que la mancha negra en las
baldosas del suelo en el centro del comedor era el resultado de la fogata que
encendían para no pasar frío los soldados nacional-republicanos. ¿Cuánto había
sufrido este edificio: amores distantes, renuncias al amor, dolores de guerra,
todos, al final, esperando la muerte; en unos casos, la salvación y en otros, la vuelta a la nada.
Cualquier capilla conventual, llena de frailes,
hermanos o como se les quiera llamar. Todos con cara de sueño por el madrugón,
y el adormilamiento que endosa una hora de meditación (oración se le llamaba
también) a esas horas de la madrugada, y en ayunas, porque con el estómago
vacío se “medita” mucho mejor y más lentamente, para que la meditación contenga
un parte del arrobamiento al que, según dice, eleva el ánimo y el cuerpo, casi
hasta la levitación. Todo esto lo he soñado esta noche pasada; lo he visto, y
lo recuerdo, y lo he soñado. El sueño ha encontrado todas las fichas que
guardaba mi cerebro en no sé qué archivo no borrado.
Cualquier capilla conventual, llena de frailes, con
olores entremezclados. Creo haber olido en el sueño de esta noche pasada a la
cera derretida de los cirios del altar, a ropa con olor humano por la muda
semanal, a sudores distintos en cada persona por la ducha semanal; sobre todo,
he olido a macho, sí, aunque parezca extraño en una capilla conventual. Bueno,
lo de extraño es algo traducido por mi cerebro, porque ya despierto debo
reconocer que era así. Incluso en sueños, el cerebro no puede escaparse de la
inculturación religiosa.
Cualquier capilla conventual, llena de frailes, con
olores entremezclados, arrodillados sobre el tablón de madera, con denominación
más ortodoxa, reclinatorio; es decir, con las rodillas en la dura madera, y la
rótula bailando de un lado a otro. Tanto bailaban algunas rótulas que padecían
derrames sinoviales, signo indiscutible de sacrificio, devoción, y uno de los
primeros escalones hacia la santidad. (Santidad es la calidad de santo que se
le atribuye a alguien; los diccionarios nos dicen que “santo” viene del
participio de sancire, que significa
consagrar, sancionar; una curiosidad del Corominas-Pascual: como sustantivo
significa también “formación madrepórica en forma de columna que se halla en
los cebadales y bajíos de los placeres”; ahí quería yo llegar, porque “placer”
es un banco o bajío en el fondo del mar, llano y de bastante extensión, es,
también, un arenal que contiene partículas de oro, y además, una pesquería de
perlas en las costas de América).
Cualquier capilla conventual, llena de frailes, con
olores entremezclados, arrodillados sobre el tablón de madera, con denominación
más ortodoxa, reclinatorio. La mayoría, según mi sueño, con las manos sujetando
la cara y los codos apoyados en el respaldo del banco delantero; era una señal
de concentración y devoción, de reconocimiento de la transustanciación del pan
y del vino a la que hacía un ratillo habían asistido todos los presentes, hecho
al que se calificaba como mysterium
fidei. Durante toda la ceremonia para iniciados solo he podido oír las
palabras del celebrante, las toses y el rumor de las sotanas al ponerse de pie
o arrodillarse. En ese momento de silencio absoluto, casi al final de la misa,
levanto la cara y asisto a la transfiguración de la imagen de la inmaculada:
está moviendo las caderas al ritmo de una fuga de Bach que está interpretando el armonio, a pleno pulmón
y poniendo en juego todos sus registros; parece que la capilla se ha
transfigurado en música. La fuga y el
rítmico movimiento de las caderas de la imagen transfigurada, actuando a modo
de un borrador de pizarra, consiguen difuminar a todas las personas presentes;
me vuelvo hacia el coro, y veo con claridad la cabeza del intérprete y sus
manos que, alternativamente y al mismo ritmo que las caderas de la imagen
transfigurada, parecen saltar por encima del instrumento musical. Es un momento
único del sueño; no puedo ahora, despierto, decidir si me interesó más la
imagen en movimiento o la fuga de Bach; seguramente la simbiosis de ambos en
una capilla vacía de humanidad, con las velas apagadas, a la vez que empezaban
a desaparecer las paredes y ventanas. Como si fuera un escenario preparado,
tres focos hacían brillar al organista, a la imagen ya enteramente transfigurada
en una mujer con la misma cara que la imagen, y que ya no recuerdo, y a mí. Es
un acto mistérico, místico; no, solo soñado, pero inmensamente disfrutado, con
ardor, con agitación y respiración entrecortada, con energía, con convulsiones
y con contracciones. En una capilla conventual, llena de frailes que han
decidido trabajar y rezar para llevar al cielo del dios trino y la diosa virgen
a toda la humanidad, renunciando para ello al bello e inconmensurable momento
que acabo de vivir, declarándose pobres (de dinero, que no de poder), y
aceptando como humana y buena la obediencia estéril.
Cualquier capilla conventual, que ha dejado de
existir. Oigo los últimos acordes de la fuga, veo los últimos y lentos
movimientos de la imagen transfigurada, no quiero que se acabe: mis rodillas
están en el aire; ¿estoy levitando? Las dos manos del organista caen con todo
su peso y fuerza sobre el teclado del armonio, es el último acorde, que se
alarga en el tiempo más de lo previsto en la partitura. A la vez, la imagen vuelve
a su estado imaginario, quieta, rígida, sin expresión. Se apagan los focos;
reaparece la capilla; compruebo que están todos los frailes; el celebrante
ordena: ite, missa est (ignoro por
qué la traducción castellana es, creo recordar, “podéis ir en paz”, cuando en
latín es una orden; algo así como “id a la calle, que esto se ha acabado”. Este
imperativo me devuelve a la realidad y todo mi cuerpo está en paz y relajado.
Cualquier capilla conventual.
3. Interpretación del sueño.
La ética civil no renuncia a nada, no tiene
misterios, no tiene capillas, no tiene conventos, no tiene ritos iniciáticos,
no promete premios futuros, pero bendice la honradez, arropa el disfrute de los
placeres, lucha (no se dedica) por la igualdad, por la libertad, persigue a los
que no aceptan la presencia del otro como fundamento vital y justificante de
las normas éticas.
La ética civil postula todo lo contrario de lo que
subyace en la misa conventual soñada. Dejan de existir los misterios
(ceremonias religiosas para iniciados) de la fe, y se abre el mundo de la
razón, de la ilustración, en cuyo camino seguimos -(“Sapere aude”, de Horacio)-. La ética civil no impone ni las
creencias ni las descreencias religiosas, pero solicita a todos vivir conforme
al principio ético más antiguo (encontrado, según creo recordar haber leído,
tallado en una piedra en territorio chino, de alrededor del siglo VIII BEC):
trata a los “otros” iguales a ti de la misma forma que esperas que te traten a
ti. El otro, yo mismo, es la razón de ser de la ética.
Madrid, 21 de agosto de 2015.
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