viernes, 21 de agosto de 2015

Fenomenología del décimo tercer sueño.

13.Fenomenología del decimotercer sueño.
1. Encuadre y encaje.
Todos los recuerdos de la “vida conventual”. ¿También las lecturas sobre  la vida conventual (“La religiosa”, de Diderot, "La Mandrágora" de Maquiavelo)?
●  Los sueños “resetean” la información guardada en el cerebro, la ajustan a nuestros sentimientos y a nuestra propia imagen, a nuestra autoconciencia personal.
2. Fenomenología del decimotercer sueño.
Cualquier capilla conventual. No recuerdo, ahora, ya despierto, la que apareció en mi sueño de todas las que conozco, y conozco unas pocas; pero puedo apostar, por el olor a rancio, por la de la casa de los PP.JJ. de Aranjuez; antes palacio del marido morganático de Isabel II de Castilla, reina de Navarra (hasta 1841, fecha en la que Navarra pasa a ser un provincia foral) y señora del País Vasco, y en la actualidad residencia de ancianos de la Comunidad “Autónoma” de Madrid. También, creo recordar, fue sede del estado mayor de un cuerpo de ejército del bando nacional republicano, titular legítimo del poder político; contaban que la mancha negra en las baldosas del suelo en el centro del comedor era el resultado de la fogata que encendían para no pasar frío los soldados nacional-republicanos. ¿Cuánto había sufrido este edificio: amores distantes, renuncias al amor, dolores de guerra, todos, al final, esperando la muerte; en unos casos, la  salvación y en otros, la vuelta a la nada.
Cualquier capilla conventual, llena de frailes, hermanos o como se les quiera llamar. Todos con cara de sueño por el madrugón, y el adormilamiento que endosa una hora de meditación (oración se le llamaba también) a esas horas de la madrugada, y en ayunas, porque con el estómago vacío se “medita” mucho mejor y más lentamente, para que la meditación contenga un parte del arrobamiento al que, según dice, eleva el ánimo y el cuerpo, casi hasta la levitación. Todo esto lo he soñado esta noche pasada; lo he visto, y lo recuerdo, y lo he soñado. El sueño ha encontrado todas las fichas que guardaba mi cerebro en no sé qué archivo no borrado.
Cualquier capilla conventual, llena de frailes, con olores entremezclados. Creo haber olido en el sueño de esta noche pasada a la cera derretida de los cirios del altar, a ropa con olor humano por la muda semanal, a sudores distintos en cada persona por la ducha semanal; sobre todo, he olido a macho, sí, aunque parezca extraño en una capilla conventual. Bueno, lo de extraño es algo traducido por mi cerebro, porque ya despierto debo reconocer que era así. Incluso en sueños, el cerebro no puede escaparse de la inculturación religiosa.
Cualquier capilla conventual, llena de frailes, con olores entremezclados, arrodillados sobre el tablón de madera, con denominación más ortodoxa, reclinatorio; es decir, con las rodillas en la dura madera, y la rótula bailando de un lado a otro. Tanto bailaban algunas rótulas que padecían derrames sinoviales, signo indiscutible de sacrificio, devoción, y uno de los primeros escalones hacia la santidad. (Santidad es la calidad de santo que se le atribuye a alguien; los diccionarios nos dicen que “santo” viene del participio de sancire, que significa consagrar, sancionar; una curiosidad del Corominas-Pascual: como sustantivo significa también “formación madrepórica en forma de columna que se halla en los cebadales y bajíos de los placeres”; ahí quería yo llegar, porque “placer” es un banco o bajío en el fondo del mar, llano y de bastante extensión, es, también, un arenal que contiene partículas de oro, y además, una pesquería de perlas en las costas de América).
Cualquier capilla conventual, llena de frailes, con olores entremezclados, arrodillados sobre el tablón de madera, con denominación más ortodoxa, reclinatorio. La mayoría, según mi sueño, con las manos sujetando la cara y los codos apoyados en el respaldo del banco delantero; era una señal de concentración y devoción, de reconocimiento de la transustanciación del pan y del vino a la que hacía un ratillo habían asistido todos los presentes, hecho al que se calificaba como mysterium fidei. Durante toda la ceremonia para iniciados solo he podido oír las palabras del celebrante, las toses y el rumor de las sotanas al ponerse de pie o arrodillarse. En ese momento de silencio absoluto, casi al final de la misa, levanto la cara y asisto a la transfiguración de la imagen de la inmaculada: está moviendo las caderas al ritmo de una fuga de Bach que  está interpretando el armonio, a pleno pulmón y poniendo en juego todos sus registros; parece que la capilla se ha transfigurado en  música. La fuga y el rítmico movimiento de las caderas de la imagen transfigurada, actuando a modo de un borrador de pizarra, consiguen difuminar a todas las personas presentes; me vuelvo hacia el coro, y veo con claridad la cabeza del intérprete y sus manos que, alternativamente y al mismo ritmo que las caderas de la imagen transfigurada, parecen saltar por encima del instrumento musical. Es un momento único del sueño; no puedo ahora, despierto, decidir si me interesó más la imagen en movimiento o la fuga de Bach; seguramente la simbiosis de ambos en una capilla vacía de humanidad, con las velas apagadas, a la vez que empezaban a desaparecer las paredes y ventanas. Como si fuera un escenario preparado, tres focos hacían brillar al organista, a la imagen ya enteramente transfigurada en una mujer con la misma cara que la imagen, y que ya no recuerdo, y a mí. Es un acto mistérico, místico; no, solo soñado, pero inmensamente disfrutado, con ardor, con agitación y respiración entrecortada, con energía, con convulsiones y con contracciones. En una capilla conventual, llena de frailes que han decidido trabajar y rezar para llevar al cielo del dios trino y la diosa virgen a toda la humanidad, renunciando para ello al bello e inconmensurable momento que acabo de vivir, declarándose pobres (de dinero, que no de poder), y aceptando como humana y buena la obediencia estéril.
Cualquier capilla conventual, que ha dejado de existir. Oigo los últimos acordes de la fuga, veo los últimos y lentos movimientos de la imagen transfigurada, no quiero que se acabe: mis rodillas están en el aire; ¿estoy levitando? Las dos manos del organista caen con todo su peso y fuerza sobre el teclado del armonio, es el último acorde, que se alarga en el tiempo más de lo previsto en la partitura. A la vez, la imagen vuelve a su estado imaginario, quieta, rígida, sin expresión. Se apagan los focos; reaparece la capilla; compruebo que están todos los frailes; el celebrante ordena: ite, missa est (ignoro por qué la traducción castellana es, creo recordar, “podéis ir en paz”, cuando en latín es una orden; algo así como “id a la calle, que esto se ha acabado”. Este imperativo me devuelve a la realidad y todo mi cuerpo está en paz y relajado.
Cualquier capilla conventual.
3. Interpretación del sueño.
La ética civil no renuncia a nada, no tiene misterios, no tiene capillas, no tiene conventos, no tiene ritos iniciáticos, no promete premios futuros, pero bendice la honradez, arropa el disfrute de los placeres, lucha (no se dedica) por la igualdad, por la libertad, persigue a los que no aceptan la presencia del otro como fundamento vital y justificante de las normas éticas.
La ética civil postula todo lo contrario de lo que subyace en la misa conventual soñada. Dejan de existir los misterios (ceremonias religiosas para iniciados) de la fe, y se abre el mundo de la razón, de la ilustración, en cuyo camino seguimos -(“Sapere aude”, de Horacio)-. La ética civil no impone ni las creencias ni las descreencias religiosas, pero solicita a todos vivir conforme al principio ético más antiguo (encontrado, según creo recordar haber leído, tallado en una piedra en territorio chino, de alrededor del siglo VIII BEC): trata a los “otros” iguales a ti de la misma forma que esperas que te traten a ti. El otro, yo mismo, es la razón de ser de la ética.
Madrid, 21 de agosto de 2015.





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