viernes, 25 de agosto de 2017

Fenomenología del vigésimo sueño.



1. Encuadre y  encaje.
Esa mañana, en la cocina, Vibeke estaba amasando pan y Anna, con ayuda de Kirsten, batía la mantequilla. Aunque la cocina era una habitación moderadamente espaciosa, estaba atestada. Muchas tareas se llevaban a cabo allí.
(LEWIS, Janet, El juicio de Sören Qvist, Realm of Redonda/Reino de Redonda, S.L. Barcelona, 2017. Pág. 103).

Camino por el pasillo, paso por delante de la puerta de la sala de estar y de la que comunica con el comedor; abro la del extremo y entro en la cocina. Aquí ya no huele  a madera encerada. Encuentro a Rita de pie ante la mesa pintada de esmalte blanco. […] Tiene el vestido remangado hasta los codos y se le ven los brazos oscuros. Está haciendo pan: extiende la pasta para el breve amasado final antes de darle forma.[…] Hoy, a pesar del rostro impenetrable de Rita y de sus labios apretados, me gustaría quedarme en la cocina[…] y charlaríamos…
(ATWOOD, Margaret, El cuento de la criada, Salamandra, Barcelona, 2017. Pág. 32 y 33).

Fenomenología del sueño.

Intentaba identificar en qué habitación estaban conversando, pero desde la mía no era fácil; dos pasillos, habitaciones, y dos plantas, era el  espacio por el que transitaban las palabras que oía con mucha dificultad.  El número de voces, hacía tiempo que había anochecido, y algunas risas, acabaron por interesarme; abro los ojos, me incorporo en la cama, enciendo la luz. Al ponerme de pie no piso el suelo; camino sobre una  bruma mullida, y mis pies no se hunden en ella.

Recorro el pasillo en el que está, al final del mismo, mi habitación; todas las otras están mudas. Al llegar a la escalera que da paso a la planta baja, me ilusiona bajarla deslizándome por la barandilla, pero no hace falta, porque la bruma que me acompaña, me lleva por encima de los escalones. En el pasillo de la planta baja está el salón, la biblioteca, el comedor, el vestíbulo de entrada, y al final, en el extremo opuesto al de mi habitación,  la cocina.

Desde el último escalón  identifico que las voces vienen de la cocina, que tiene la puerta cerrada. Me siento en el  último escalón, apoyo los codos en las rodillas y con las manos amplío la pantalla de  mis orejas. Tardo un poco en identificar voces; a ratos hablan varias personas, y no identifico palabras; todavía no puedo identificar quiénes son los que hablan en la cocina, y mucho menos imagino qué están haciendo. Al cabo de un rato, aguzando mis oídos, reconozco alguna palabras que, de momento, no me dicen nada. Tío Antonio, higos frescos, flores en el cementerio, accidente de coche, divorcio, bebé, la quiebra de…, el acabose, es tarde, son unas malas bestias. He entrado en secreto en una conversación animada, pero muy avanzada, porque se van entrecruzando variedad de asuntos; ya no hay precisión ni orden en las intervenciones. Las risas tampoco me ayudan. Me enderezo y casi me pongo de pie para caminar hasta la cocina y abrir la puerta, pero el sentirme espía de la conversación me frena.

La planta baja está a oscuras, salvo el haz de luz que se cuela por debajo de la puerta de la cocina, insuficiente para iluminar una parte del pasillo.  A oscuras y sin poder seguir la conversación, reclino la cabeza sobre uno de los barrotes finales de la barandilla de la escalera. Siento llamadas del sueño, pero resisto. No puedo imaginarme qué pueden estar haciendo en la cocina a estas horas de la noche; algo más lúcido, reconstruyo quiénes pueden estar en la cocina, porque reconozco, por fin, alguna voz y porque hago la lista de quiénes estaban en el comedor a  la hora de la cena, y quiénes eran las personas del servicio; no caben todos en la cocina, pienso, y me ataca la curiosidad por saber quiénes están en la cocina ahora.

Quiénes, qué están haciendo, de qué hablan.  Abro los ojos en la oscuridad y presto más atención. Creo que hay dos hombres, por las voces que oigo, y el resto son mujeres. Los hombres pueden ser dos amigos que cenaron en casa, mi padre, mi hermano mayor, Petra la cocinera que tiene una voz ronca.  Las mujeres, mi madre, mi hermana pequeña con más de treinta años y recién divorciada, la mujer de mi hermano mayor, Nora amiga de mi madre. Cuatro hombres y cinco mujeres; ignoro si están los nueve en la cocina, y quiénes son; ¿cuántos están durmiendo? ¿Hay alguien  despierto como yo y, que también espía? ¿He contado bien las personas que estábamos en la cena; también había dos camareras; no las conocía, porque mi madre las había contratado recientemente. El tío Antonio no podía estar, porque hacía más de treinta años de su muerte; todos los años, el 1 de noviembre, aparecía un ramo de flores en su tumba, y hasta la fecha toda la familia ignora quién es el o la oferente; por lo menos oficialmente, porque cuando se comenta el tema en la familia no todos participan en el conversación, luego yo, por lo menos, no sé qué saben.

Me está venciendo el sueño. Me levanto y la bruma me sube hasta la primera planta. La puerta de mi habitación está abierta y las luces encendidas. Nora, la amiga de mi madre, está sentada en un sillón. Le dos las buenas noches, esperando que me deje solo, pero su única reacción es arrebujarse en el sillón; me mira sonriendo. Cuando Marcial, mi marido sufrió el accidente de coche –habla suavemente y dirigiéndose a mis ojos, directamente-, quería morirme de dolor, de desgarro vital; tus padres me ayudaron haciendo un hueco en su vida para mí. Pero me estoy aburriendo; ser solo la amiga de tu madre es poca vida; les voy a dejar, por eso he venido a cenar esta noche, para cortar esta relación, insuficiente, hoy mismo. Se levantó y, sin despedirse de mí, salió cerrando la puerta de un portazo.

Me despierto; el sol entra por las rendijas de las persianas y dibuja claroscuros en toda la habitación. Estiro brazos y piernas. Recuerdo algunas cosas del sueño de este noche; estoy seguro de que mis recuerdos al despertarme eran más y más precisos que los que he transcrito. Sentado ante el desayuno reconozco que no sé quién es Nora, no sé de dónde he sacado la historia del tío Antonio, porque sí estuvo en la cena de anoche, y está desayunando delante de mí, con cara risueña y satisfecha.