1. Encuadre y encaje.
Esa mañana, en la cocina, Vibeke estaba
amasando pan y Anna, con ayuda de Kirsten, batía la mantequilla. Aunque la
cocina era una habitación moderadamente espaciosa, estaba atestada. Muchas
tareas se llevaban a cabo allí.
(LEWIS,
Janet, El juicio de Sören Qvist, Realm of Redonda/Reino de Redonda, S.L.
Barcelona, 2017. Pág. 103).
Camino por el pasillo, paso por
delante de la puerta de la sala de estar y de la que comunica con el comedor;
abro la del extremo y entro en la cocina. Aquí ya no huele a madera encerada. Encuentro a Rita de pie
ante la mesa pintada de esmalte blanco. […] Tiene el vestido remangado hasta
los codos y se le ven los brazos oscuros. Está haciendo pan: extiende la pasta
para el breve amasado final antes de darle forma.[…] Hoy, a pesar del rostro
impenetrable de Rita y de sus labios apretados, me gustaría quedarme en la
cocina[…] y charlaríamos…
(ATWOOD,
Margaret, El cuento de la criada, Salamandra, Barcelona, 2017. Pág. 32 y
33).
Fenomenología del sueño.
Intentaba
identificar en qué habitación estaban conversando, pero desde la mía no era
fácil; dos pasillos, habitaciones, y dos plantas, era el espacio por el que transitaban las palabras
que oía con mucha dificultad. El número
de voces, hacía tiempo que había anochecido, y algunas risas, acabaron por
interesarme; abro los ojos, me incorporo en la cama, enciendo la luz. Al ponerme
de pie no piso el suelo; camino sobre una
bruma mullida, y mis pies no se hunden en ella.
Recorro
el pasillo en el que está, al final del mismo, mi habitación; todas las otras están
mudas. Al llegar a la escalera que da paso a la planta baja, me ilusiona
bajarla deslizándome por la barandilla, pero no hace falta, porque la bruma que
me acompaña, me lleva por encima de los escalones. En el pasillo de la planta
baja está el salón, la biblioteca, el comedor, el vestíbulo de entrada, y al
final, en el extremo opuesto al de mi habitación, la cocina.
Desde
el último escalón identifico que las voces
vienen de la cocina, que tiene la puerta cerrada. Me siento en el último escalón, apoyo los codos en las
rodillas y con las manos amplío la pantalla de mis orejas. Tardo un poco en identificar
voces; a ratos hablan varias personas, y no identifico palabras; todavía no
puedo identificar quiénes son los que hablan en la cocina, y mucho menos
imagino qué están haciendo. Al cabo de un rato, aguzando mis oídos, reconozco
alguna palabras que, de momento, no me dicen nada. Tío Antonio, higos
frescos, flores en el cementerio, accidente de coche, divorcio, bebé, la
quiebra de…, el acabose, es tarde, son unas malas bestias. He entrado en
secreto en una conversación animada, pero muy avanzada, porque se van
entrecruzando variedad de asuntos; ya no hay precisión ni orden en las
intervenciones. Las risas tampoco me ayudan. Me enderezo y casi me pongo de pie
para caminar hasta la cocina y abrir la puerta, pero el sentirme espía de la
conversación me frena.
La
planta baja está a oscuras, salvo el haz de luz que se cuela por debajo de la
puerta de la cocina, insuficiente para iluminar una parte del pasillo. A oscuras y sin poder seguir la conversación,
reclino la cabeza sobre uno de los barrotes finales de la barandilla de la
escalera. Siento llamadas del sueño, pero resisto. No puedo imaginarme qué
pueden estar haciendo en la cocina a estas horas de la noche; algo más lúcido, reconstruyo
quiénes pueden estar en la cocina, porque reconozco, por fin, alguna voz y
porque hago la lista de quiénes estaban en el comedor a la hora de la cena, y quiénes eran las
personas del servicio; no caben todos en la cocina, pienso, y me ataca la
curiosidad por saber quiénes están en la cocina ahora.
Quiénes,
qué están haciendo, de qué hablan. Abro
los ojos en la oscuridad y presto más atención. Creo que hay dos hombres, por
las voces que oigo, y el resto son mujeres. Los hombres pueden ser dos amigos
que cenaron en casa, mi padre, mi hermano mayor, Petra la cocinera que tiene
una voz ronca. Las mujeres, mi madre, mi
hermana pequeña con más de treinta años y recién divorciada, la mujer de mi
hermano mayor, Nora amiga de mi madre. Cuatro hombres y cinco mujeres; ignoro
si están los nueve en la cocina, y quiénes son; ¿cuántos están durmiendo? ¿Hay
alguien despierto como yo y, que también
espía? ¿He contado bien las personas que estábamos en la cena; también había
dos camareras; no las conocía, porque mi madre las había contratado
recientemente. El tío Antonio no podía estar, porque hacía más de treinta años
de su muerte; todos los años, el 1 de noviembre, aparecía un ramo de flores en
su tumba, y hasta la fecha toda la familia ignora quién es el o la oferente;
por lo menos oficialmente, porque cuando se comenta el tema en la familia no
todos participan en el conversación, luego yo, por lo menos, no sé qué saben.
Me
está venciendo el sueño. Me levanto y la bruma me sube hasta la primera
planta. La puerta de mi habitación está abierta y las luces encendidas. Nora,
la amiga de mi madre, está sentada en un sillón. Le dos las buenas noches,
esperando que me deje solo, pero su única reacción es arrebujarse en el sillón;
me mira sonriendo. Cuando Marcial, mi marido sufrió el accidente de coche –habla
suavemente y dirigiéndose a mis ojos, directamente-, quería morirme de dolor,
de desgarro vital; tus padres me ayudaron haciendo un hueco en su vida para mí.
Pero me estoy aburriendo; ser solo la amiga de tu madre es poca vida; les voy a
dejar, por eso he venido a cenar esta noche, para cortar esta relación,
insuficiente, hoy mismo. Se levantó y, sin despedirse de mí, salió cerrando la puerta
de un portazo.
Me
despierto; el sol entra por las rendijas de las persianas y dibuja claroscuros
en toda la habitación. Estiro brazos y piernas. Recuerdo algunas cosas del
sueño de este noche; estoy seguro de que mis recuerdos al despertarme eran más
y más precisos que los que he transcrito. Sentado ante el desayuno reconozco
que no sé quién es Nora, no sé de dónde he sacado la historia del tío Antonio,
porque sí estuvo en la cena de anoche, y está desayunando delante de mí, con cara
risueña y satisfecha.