Fenomenología
del décimo octavo sueño.
1.
Encuadre y encaje.
La aurora y la salida del sol desde el cabo de La
Nao. Una madrugada cualquiera del mes de agosto.
2.
Fenomenología del décimo octavo sueño.
La sala, iluminada por
una luz de emergencia, debe tener unos tres metros de alta y más de veinte de
larga; no veo el fondo; encima de mi cabeza un entramado de vigas sustentadas
por columnas adosadas a las paredes. De repente, con sobresalto incluido, unos
potentes rayos de luz se cuelan por las rendijas que hay en el techo; concentro
la mirada en una de esas rendijas, y es más grande de lo que la luz que se
cuela por ella me deja entrever.
Uno de esos haces de
luz potente se apaga. No, solo ha sido tapado un tramo pequeño de la rendija; no
sé qué es lo que lo ha tapado. Oigo ruidos a lo largo y a lo ancho del techo, y
esos mismos ruidos coinciden con apagones intermitentes de tramos diferentes de
los haces de luz que se cuelan, ahora sí los identifico, por innumerables
rendijas.
Al cabo de un rato los
ruidos se acompasan lentamente, y el juego de los haces de luz se asemejan a
distintas frecuencias de encendido y apagado; como si tuviera sobre mi cabeza
innumerables faros diminutos; unos a lo ancho del techo y otros a lo largo de
cada rendija. Por una de esas rendijas se cuela lo que inicialmente identifico
como un trozo de un palitroque; me acerco a esa rendija y, al salir el palo de
la misma, veo un tacón de zapato de una pierna de mujer. Los ruidos agudos son
pasos de mujeres, y los más sonoros y graves son pasos de zapatos de hombre con
tacones recios. Paseo por la sala, que ahora distingo mejor, y apenas veo la
luz de emergencia que sigue encendida. Lo que estoy oyendo son los pasos de
varias mujeres y hombres; en una esquina del techo oigo teclear una máquina de
escribir.
Distingo en el fondo de
la sala un montón de muebles amontonados. Sigo oyendo los ruidos y viendo los
haces de luz, que a veces cambian de color y de intensidad. En uno de esos
momentos de menor intensidad de las luces, oigo, además de los pasos, voces que
me llegan a borbotones, sin que pueda distinguir más que su cantidad. En el
fondo, al lado de los montones de muebles y trastos, encuentro una estrecha y
empinada escalerita de hierro, hierro frío; me encaramo a ella y veo en el
techo una trampilla, por cuyos cuatro lados se cuela la luz; mis ojos dan con
el cierre y las bisagras. Empujo hacia abajo la trampilla, pero no cede; pruebo
a empujar hacia arriba y cede la el resbalón de la cerradura; entreveo por la
abertura que he conseguido, porque pesa mucho, piernas de hombres y de mujeres.
Dejo caer rápido la
trampilla porque se acercan unos pies de hombre. Estoy debajo del entarimado de
un escenario. Estoy en el foso de un escenario; busco por el suelo si hay
alguna trampilla, y la encuentro; da paso al contrafoso, lleno de trastos. Me
vuelvo a la escalera que da al escenario, y entreabro la trampilla. No oigo más
que los pasos; otra vez se ha hecho el silencio, y solo oigo los pasos y las teclas de la
máquina de escribir. Aguzo mi oído en el ruido de las teclas; distingo el ruido
del tambor al estirar un folio de papel, que se repite tras unos minutos
de ruido de las teclas; no he contado
los folios que sacan de la máquina, pero seguro que son más de cinco.
Cesan los pasos y el
teclear. En el silencio, se oye el pasar de los papeles de mano en mano; nadie
habla, nadie ha hablado hasta el momento. Imagino que están leyendo los
papeles. Nadie dice nada; al cabo de un rato alguien rasga los folios y pone en
marcha una máquina; levanto la trampilla y confirmo que es una trituradora de
papel. Todos conocen lo escrito; nadie ha dicho nada en las horas que llevo
encerrado debajo del escenario; han destruido a conciencia ese documento. Un
teatro sin palabras. No alcanzo a ver si existe o no el patio de butacas; un
teatro sin público. El contenido del documento que ha circulado entre los
actores se ha convertido en un secreto; ni siquiera existe el documento.
Alzo un poco más la
trampilla y veo, en el centro del escenario, una gran mesa, y alrededor más de
una veintena de butacas con ruedas. El ruido de esas ruedas lo he fundido con
el de los pasos. Por primera vez oigo hablar a uno de los actores, y no consigo
distinguir lo que dice porque al terminar la primera frase, todos los demás se
alteran y hablan a la vez; confusión. Dejo caer la trampilla y ando hacia el
extremo desde el que una actriz empieza a decir, sí, a decir, porque está
repitiendo algo aprendido de memoria, no es una buena actriz. Cuando no ha
dicho ni tres frases de lo aprendido, todos los demás repiten la escena, y
surge de nuevo la confusión. Esta escena de la obra se repite con muchos de los personajes; son muchos, en
poco tiempo, los que intentan decir su discurso aprendido, pero no les dejan
avanzar los demás. No sé de qué hablan.
Se hace el silencio
total. Un ruido continuo y mecánico; abro la trampilla una vez más; está
cayendo el telón. No hay aplausos; nadie habla; todos los de la escena se van
por el foro, y cada uno se lleva su secreto. No sé lo que ha pasado en el
escenario.
Al despertarme, lo
primero que me viene a la memoria es mi curiosidad por conocer el contenido del
documento, porque las palabras que puedo recordar de las intervenciones
individuales, antes de la confusión, no coinciden en ninguno de los parlamentos
iniciados y que yo soy capaz de recordar. Solo han leído un mismo documento, es
lo único que ha ocurrido, de verdad, en la escena; tampoco me consta quién lo
dictó o lo escribió.
El disco rojo del sol
está en el horizonte. La luz que ha ido iluminado el mar y la tierra, ha encendido
los recuerdos del sueño de esa noche. Estoy de pie, batido por el viento, en el
punto de la península que primero ve el sol cada mañana.
Madrid, 24 de agosto de
2016.