martes, 12 de diciembre de 2017

Fenomenología del vigésimo cuarto sueño.


Fenomenología del vigésimo cuarto sueño.

1.Encuadre y encaje.

La reconstrucción de este sueño no necesita ningún marco ni referencia. En todo caso se puede recurrir a:
·       Nada. Terrible palabra –buena novela-, que de alguna manera resume el sueño.

2.Fenomenología del vigésimo cuarto sueño.

Había quedado en una cafetería con un amigo al que hacía mucho tiempo que no veía. Llegué a la hora, y él se retrasó; estaba incómodo, tanto, que me di unas vueltas en la cama algo más allá que en una duermevela; al poco, estaba de nuevo en la misma cafetería, y seguía solo. Fue un instante, como cuando la proyección se corta, y la pantalla queda en blanco.
Sin discontinuidad, recuerdo que a la vez apareció mi amigo sentado en la silla de enfrente, como por ensalmo. No me dio ocasión para ir más allá de un saludo ritual; comenzó a hablar casi sin respirar. Tenía necesidad de, casi, bramarlo, pensé cuando ya llevaba un rato hablando –eso creo recordar- y yo no había tenido ocasión más que de intervenir con  los ojos, que me sirvieron para mostrar admiración, miedo, alegría, rechazo y asentimiento o no, a todo el borbotón de su narración.

Cuando reposó el ritmo de su narración, caí en la cuenta de que se refería a  hechos reales que había recogido con rabia y con cariño en las calles. Me tranquilicé, y pude entender lo que me había contado, a la vez que guardaba en la memoria lo que me estaba diciendo. Recuerdo que fue un esfuerzo de atención y de reconstrucción muy fuerte; incluso conseguí que me dejara hablar, y le pedí algunos datos de lo escuchado que había perdido. En algún momento pude intervenir para preguntar por su familia y otras cosas; o respondía con pocas palabras, o ignoraba mi intervención. De lo que no voy a ser capaz es de reconstruir todo lo que me contó, ni por supuesto en el mismo orden, aunque mi narración del sueño pueda llevar a engaño, porque no sé escribirla sin un orden. A ello voy.

Me contó que un día, sin precisar, iba camino de una oficina de la administración, y vio a una mujer, que estaba siempre que pasaba por esa calle, sentada y pidiendo limosna, y a un hombre con bastantes años que le estaba hablando. Al pasar junto a ellos, oyó con claridad, porque aflojó el paso, que el hombre entrado en años le explicaba que él, en vez de pedir limosna, paseaba entre los coches aparcados recogiendo las monedas que a bastantes conductores –unos días con más suerte que otros- se les caían al suelo al bajar del coche.

Añadió que en ese mismo trecho de acera, unos treinta metros más abajo, hay otra señora que, de pie y mirando a cada transeúnte a la cara, dice con un tono de voz normal: “Deme algo, por favor”. Se trata, dijo, de una señora mayor, más bien gruesa, vestida de negro riguroso, que se aposta en una de las entradas de un mercado municipal.

La mujer a la que se dirigía el hombre mayor que pasea entre los coches aparcados, precisa mi amigo que suele estar sentada sobre sus talones, pero no recuerda con que frases pide limosna.

Saltando de escenario, y con los ojos casi saltones, me sigue contando que en una zona cerca de su casa suele haber un grupo de hombres cuya nacionalidad desconoce, que se turnan para sentarse a la puerta de un supermercado y extender la mano a los que entran a comprar; cuando desaparecen todos los oficinistas y colegiales que inundan el barrio, me insiste, entre las once y las doce de la mañana, se sientan en el bordillo de un parterre, y se comen bocadillos y beben  bebidas no alcohólicas. Hablan mucho, casi siempre todos a la vez. Parecen tranquilos, me aclara, y conformes. Conformes, ¿con qué o quién?, le pregunto; lo ignora, y nunca se la ha ocurrido pensarlo, pero cree que tienen actitudes de conformidad.

En el mismo barrio, pero alrededor de otro supermercado, una señora de unos cuarenta años, ronda la zona interpelando a los viandantes, seguramente elegidos porque a él ya no se le acerca, para pedirles una ayuda en dinero o en comida comprada en el supermercado.

Se refirió, no recuerdo en qué momento de su narración, a una pareja de señores mayores que, situados en uno de los pasillos de AZCA que llevan al centro comercial, amenizan a las pocas personas que pasan por su ámbito sonoro, interpretando piezas de música clásica; uno, sentado en una silla plegable, toca el acordeón, y el otro, de pie, al violín. Delante de ambos, en el suelo está el estuche del violín para recoger las monedas que algunos dejan caer sin pararse; alguna vez, me dice asombrado, ha visto algún billete en ese estuche.

No recuerdo que en la cafetería soñada hubiera más gente, y no puedo identificar ahora, despierto, si algún camarero nos sirvió los cafés  con leche, pero sí me quedan en la memoria ruidos y voces. No lo puedo recordar, creo, porque la realidad que mi amigo me echó a la cara era tan dura, que no me quedaron ni ojos ni mente para atender a nada más.  

Lo primero que recordé al despertarme fue la desazón -¿solo?- que me invadía, sí, pero sobre todo las ganas que, durante toda la especial conversación, tenía de que dejara de poner encima de la mesa, casi de forma explosiva, pobres y pobrezas, para introducir alguna reflexión social, ética o algo parecido; un lenitivo que aliviara el dolor y justificara la inmoralidad de no verlo, de no hacer nada por levantar a estas personas hasta la dignidad, y que olviden  ya la humillación diaria.

¡Nada! ¡Eh!.

Madrid, 12 de diciembre, 2017.



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